viernes, 26 de junio de 2009

En la fiesta de San Josemaría

Estamos de fiesta, y para celebrarlo, te dejamos este video en el que el mismo San Josemaría, en una de sus catequesis por España, habla sobre la santificación del trabajao ordinario, el mensaje que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928 para que lo diera a conocer a todo el mundo


jueves, 25 de junio de 2009

NO LIMITS

Entre los miles de peregrinos que participaban este miércoles en la plaza de San Pedro del Vaticano, Benedicto XVI saludó este miércoles al astronauta estadounidense Ronald Garan, quien llevó una reliquia de santa Teresita de Lisieux al espacio abordo del Discovery Shuttle.

A esta reliquia, que se encuentra en órbita desde hace un año, se le añadirá otra que llevará el mismo coronel Garan en la próxima misión, programada para marzo de 2011, en la estación espacial internacional.
Según ha contado el mismo coronel de la NASA, antes de emprender la misión espacial del 31 de mayo al 14 de junio del año pasado para transportar y añadir el módulo de laboratorio japonés Kibo (Esperanza) a la Estación Espacial Internacional, llamó a las religiosas de la comunidad carmelita de New Caney, Texas, para pedirles oraciones y les dijo que podía llevar un pequeño objeto al espacio en nombre de la comunidad.

La comunidad, se acordó de las palabras de santa Teresita: "Siento la vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre, y plantar sobre el suelo infiel tu Cruz gloriosa. Pero Amado mío, ¡una sola misión no me bastaría! Quisiera anunciar al mismo tiempo el Evangelio en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas...".
Con esta evocación, las carmelitas no dudaron en entregar al astronauta una reliquia de Santa Teresita.

Garan, con sus familiares, también creó la Manna Energy Foundation que, con tecnología de la NASA y la financiación de la ONU, ha desarrollado un sistema para hacer potable el agua de las aldeas de Ruanda e instalar paneles solares en escuelas y hospitales.

miércoles, 24 de junio de 2009

Mensaje del Prelado con motivo del Año Sacerdotal

Don Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, ha enviado un mensaje de video con motivo del Año Sacerdotal, podéis verlo desde aquí:

lunes, 22 de junio de 2009

En el mundo tendréis luchas, pero tened valor

Publicamos la carta que ha enviado Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte (el dies natalis) de san Juan María Vianney, conocido como el Santo Cura de Ars.

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-.1 Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".3 Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...".4 Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".5 Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".6

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión.7 El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.8

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)".10 En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".11

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.12 "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración".13 Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...".14 "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis".15 Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor".16 Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios".17 Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!".18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".19

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas".20 Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua".21 En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él".22 "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".23

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita".24 Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!".25 A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis",26 decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno".27 Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!".28 Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".29

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.30 Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos".31 Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio".32 Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?".33 Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.34

La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".35 El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence",36 sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo".37 Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada".38 Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros".39 Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera".40 También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.41 También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad".42 Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido".43 Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".44

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo".45 A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño".46 Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".47 Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.48 Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.49 Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854".50 El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".51

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP.XVI

1. Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.

2."Le Sacerdoce, c'est l'amour du coeur de Jésus" (in Le curé d'Ars. Sa pensée - Son Coeur. Présentés par l'Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

3.Nodet, p. 101.

4.Ibíd.,p. 97.

5.Ibíd.,pp. 98-99.

6.Ibíd.,pp. 98-100.

7.Ibíd.,p. 183.

8.A. Monnin,Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.

9. Cf. Lumen gentium, 10.

10.Presbyterorum ordinis, 9.

11.Ibid.

12."La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira', decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario": Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.

13.Nodet,p.85.

14.Ibíd.,p. 114.

15.Ibíd.,p. 119.

16.A. Monnin,o.c., II, pp. 430 ss.

17.Nodet, p. 105.

18.Ibíd.,p. 105.

19.Ibíd.,p. 104.

20.A. Monnin,o.c., II, p. 293.

21.Ibíd.,II, p. 10.

22.Nodet, p. 128.

23.Ibíd.,p. 50.

24.Ibíd.,p. 131.

25.Ibíd.,p. 130.

26.Ibíd.,p. 27.

27.Ibíd.,p. 139.

28.Ibíd.,p. 28.

29.Ibíd.,p. 77.

30.Ibíd.,p. 102.

31.Ibíd.,p. 189.

32.Evangelii nuntiandi, 41.

33.Benedicto XVI,Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.

34. Cf. Benedicto XVI,Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.

35. P. I.

36. Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: "J'ai fait tous les commerces imaginables", decía sonriendo (Nodet, p. 214).

37.Nodet, p. 216.

38.Ibíd.,p. 215.

39.Ibíd.,p. 216.

40.Ibíd.,p. 214.

41.Cf. Ibíd., p. 212.

42. Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.

43.Ibíd.,p. 75.

44.Ibíd.,p. 76.

45.Benedicto XVI,Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.

46. N. 9.

47.Benedicto XVI,Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio,8 de febrero de 2007.

48. Cf. n. 17.

49. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.

50. Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.

51.Nodet, p. 244.
Un día, una pequeña abertura apareció en un capullo; un hombre se sentó y
observó a la mariposa por varias horas, mientras ella se esforzaba para hacer
que su cuerpo pasase a través de aquel pequeño agujero.
En tanto, parecía que ella había dejado de hacer cualquier progreso.
Parecía que había hecho todo lo que podía, pero no conseguía agrandarlo.
Entonces el hombre decidió ayudar a la mariposa: el tomó una tijera y abrió el
capullo. La mariposa pudo salir fácilmente, pero su cuerpo estaba marchito, era
pequeño y tenía las alas arrugadas.

El hombre siguó observándola porque esperaba que, en cualquier momento, las alas
se abrieran y estirasen para ser capaces de soportar el cuerpo, y que éste se
hiciera firme.
Nada aconteció! En verdad, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose
con un cuerpo marchito y unas alas encogidas. Ella nunca fue capaz de volar.

Lo que el hombre, en su gentileza y su voluntad de ayudar no comprendía, era que
el capullo apretado y el esfuerzo necesario para que la mariposa pasara a través
de la pequeña abertura, era la forma en que Dios hacía que el fluído del cuerpo
de la mariposa, fuese a sus alas, de tal modo que ella estaría lista para volar,
una vez que se hubiese liberado del capullo.

Algunas veces, el esfuerzo es exactamente lo que necesitamos en nuestra vida. Si
Dios nos permitiese pasar por nuestras vidas sin encontrar ningún obstáculo, nos
dejaría limitados. No lograríamos ser tan fuertes como podríamos haber sido.
Nunca podríamos volar.

Pedí fuerza... y Dios me dió dificultades para hacerme fuerte.
Pedí sabiduría... y Dios me dió problemas para resolver.
Pedí prosperidad... y Dios me dió cerebro y músculos para trabajar.
Pedí valor... y Dios me dió obstáculos para superar.
Pedí amor... y Dios me dió personas con problemas a las cuales ayudar.
Pedí favores... y Dios me dió oportunidades.
Yo no recibí nada de lo que pedí...
Pero he recibido todo lo que necesitaba.
Vive la vida sin miedo, enfrenta todos los obstáculos y demuestra que puedes
superarlos.

jueves, 18 de junio de 2009

Ellos se merecen un año: comienza el Año Sacerdotal

Y por eso, a partir de hoy colgaremos regularmente noticias relacionadas con Sacerdotes, porque como sabes "si actúas —vives y trabajas— cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, aunque no seas sacerdote, toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias"(S.Josemaría) por eso, ellos se merecen este año y a tí y a mí seguro que vivir muy bien este año nos ayudará a crecer más. Pinchando en la foto accederás a "Fishers of man" un cortometraje increible, en el que sacerdotes americanos explican su Vocación

lunes, 15 de junio de 2009

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA VIDA DE JUAN ANDRADE

Aquí está el impresionante testimonio del que os hablé durante la meditación del sábado. Descargalo aquí o leelo a continuación y ya me dirás qué te parece...

Lo admito. Al recibir la noticia así, de pronto, sin previo aviso, me puse nervioso. Mirando atrás en el poco tiempo de vida transcurrido -hace una semana celebré mi veintidós cumpleaños- no descubro ningún otro momento en el que mi sistema nervioso se haya puesto en estas condiciones. Mi cuerpo se despertó invadido por fríos y calores que de forma alterna a veces y conjunta y continua en otras, iban y venían desde la cabeza hasta los pies, sin saber exactamente cual era su origen y cuando llegaría el instante en que la tensión se calmaría y volvería todo a la normalidad. El vacío se abría ante ni. como invitándome a perderme en él.

Y admito también que no sé, a ciencia cierta yo, que siempre he sostenido que el hombre es pura y simple reacción química, para qué me pongo a escribir estas líneas. Lo he ponderado un poco y aunque reconozco que no es ningún razonamiento científico, me parece que solo pretendo conseguir cierto desdoblamiento de la personalidad y hacerme así un poco de compañía en estas horas de soledad y silencio en el hospital, con una leucemia que está aniquilando paso a paso mi sangre, y con mi sangre, a mí. Pero, ¿quién demonios soy yo después de todo?

Hasta ese instante nunca me había parado ni un minuto a pensar sobre la muerte. Y tampoco mucho sobre mí mismo. Había acompañado hasta el cementerio a mis abuelos, y a algunos de mis tíos, pero ni siquiera en esos momentos que los pase hablando con conocidos que formaban parte del cortejo, se me cruzó por la cabeza la idea de que toda aquella parafernalia tuviera algo que ver conmigo. No es que la muerte fuese una realidad muy distante; sencillamente, no entraba en el horizonte de mi visión, no me decía nada.

Sé que estoy ya en la lista de quienes probablemente morirán en esta semana. Esta es la noticia que me dio ayer él medico; y me la anunció a bocajarro, sin ninguna preparación previa; quizá también porque él pasó un mal trago al hablar conmigo, y sufría al verme concluir tan joven mis días. Yo tenía la idea de que a los médicos estas cosas les traían sin cuidado. Me equivoqué; y le agradecí la claridad con la que me hablaba.

Me han concedido la esperanza máxima de vida de un mes y ese tiempo, aun para un hombre joven como yo, es muy breve. Los médicos hablan teniendo en cuenta los datos que les proporcionan los análisis que me hacen. Yo siento algo en mi cuerpo que me dice que esa esperanza es excesiva. Esto se acaba. He querido dormirme después de recibir la noticia y no lo he conseguido. ¿Qué es lo que se acaba?

Iba a desaparecer del planeta; sin más. Me gustase o no me gustase importaba poco. Hasta ese momento, y aparte de mi nacimiento, al que nunca quise dar mayor importancia por considerarlo un hecho sin más trascendencia, me hallaba frente a un acontecimiento de mi vida que yo no estaba en condiciones ni de controlar ni de decidir. El nacimiento me fue dado. Nunca se me ha ocurrido aceptar lo que he leído en algún escritor: "Que el nacer es el gran pecado del hombre". Está claro que el venir a este mundo se nos impone, y no nos queda otro remedio que aceptarlo. La muerte también se nos regala. Podría adelantar el momento y tratar de dominar mi propia muerte; pero eso no deja de ser una ilusión.

Ciertamente yo no tengo ningún programa de vida que incluya el morir, y mucho menos lo deseo. No me cabe en la cabeza la idea de desaparecer. Apenas unos días atrás paseaba por la universidad con un compañero de estudios, charlando sobre la posibilidad de que los científicos consiguieran hacer un día inmortal al hombre. Yo no me quedé muy convencido; "Nosotros conseguimos curar sanar, alejar la enfermedad, pero ¿cómo un ser mortal puede producir la inmortalidad?" "Manteniendo en vida lo que ya existe" -"Lo que ya está en vida tiende a corromperse, a desaparecer. Tendrías que crear otro género de vida". Mi amigo no respondió más. Yo tampoco insistí. Ahora tengo bien claro que yo no veré semejante "adelanto" en cualquier caso.

No quiero ni pretendo lamentarme; y a la vez. No consigo evitar que un cierto aire de tristeza me lance algún que otro mordisco y me llene de congoja el alma. ¿Por qué estoy- triste?.

¿Qué es en definitiva a la muerte? Yo siempre he considerado la vida como un simple estar aquí. Morir pensaba, vendría a ser como no haber nacido, y yo antes de nacer no me ponía triste. ¿Por que llenarme ahora de tristeza? Asumo mi derrota. He hecho esfuerzos inauditos para conseguir aniquilar las raíces de esa tristeza, de la preocupación de la muerte, pero no lo he conseguido.

Una serie de amigos han llamado para decirme que quieren venir a verme, quizá pensando en la pena que me embargaría en estos momentos. Reconozco que descubrí pronto que la compañía de otros seres humanos, quizá no me servia para mucho, visto que también ellos morirían, y que ninguno tenla una experiencia interesante que comunicarme, porque ninguno se había encontrado tan cerca de la muerte como estaba yo. Y además, nadie va a un hospital a ver a un amigo para hablarle de la muerte; Y a mí en estos momentos, es lo único que de verdad me interesa; para qué engañarme.

La muerte, de otra parte, ya se encargaba de hacerme compañía. Desde la cama del hospital he visto morir a otros tres compañeros de habitación, y llevo aquí apenas una semana. El primero era un hombre, como yo. El segundo un hombre mayor, padre de cinco hijos que solo entraron en la habitación para llevarse el cadáver, más por obligación que por respeto; el tercero, un hombre sobre los cuarenta que llegó solo. Estuvo siempre solo, se murió solo.

Un sacerdote vino a ver al joven; estuvieron charlando un rato. Cuando se marchó, me entró curiosidad por saber lo que un sacerdote tiene que decir en casos semejantes. El muchacho se limito a decirme -sus fuerzas no le permitían otra cosa- que se había confesado.

La presencia del cura me trajo a la memoria un compañero suyo con quien me había encontrado en el autobús una semana antes de que me descubriesen la leucemia. Por gastar una broma yo dije en voz ni alta ni baja, lo suficiente para que él lo oyera, una blasfemia. Se volvió y sin decir una palabra me lanzó una mirada fuerte envuelto en una sonrisa, que -lo reconozco- me llenó de vergüenza. Un poco como si me dijera: "¡De qué vas muchacho!''. "Has dicho algo que le ha podido ofender". Me señaló un compañero: "yo paso de todo esto". Le respondí todavía envuelto en la vergüenza.

Les he dicho a mis amigos que no vengan. En el fondo de mi alma prefiero estar solo. Mi padre no sé dónde está, y se enterará de mi muerte, si alguna vez llega hasta sus oídos, cuando ya no quede nada de mí. A mi madre le han prohibido venir porque ha entrado en una depresión profunda al recibir la noticia de que yo, su único hijo varón, la va a dejar sola en al tierra en el espacio de pocos días. Por un momento pensé que mi muerte podía ser un alivio para ella porque no le he ahorrado ningún disgusto. He sido cruel en mi pensamiento, y le he escrito unas letras diciéndole que la quiero mucho.

María ha venido a hacerme una visita. Por la cara que puso al cruzar el umbral de la habitación, me di cuenta de que hasta ese instante no era muy consciente de la gravedad de mi estado. No fue necesario que le explicase demasiadas cosas. Después de dejar bailar sus ojos un rato, cerró los párpados quizá para no aumentar la pena de ver al que algún día podría haber sido su marido, el padre de sus hijos, convertido en una piltrafa humana, un navío desarbolado ya casi desguazado, un bosque de cenizas.

Aprovecho para dejar escrito que no sé todavía si me enamoré de María por su inocencia, por ser de las primeras de la clase, o porque era capaz de hablar de literatura y sabía estar en su sitio o, sencillamente por ser guapa. En cualquier caso si comencé a prestarle más atención, porque otras compañeras y amigas que entendían el uso de la libertad de espíritu, de la inteligencia y del cuerpo de la misma forma que yo, ya no tenían nada más que decirme. Estar con ellas era como no salir nunca de mí mismo, y cualquier persona inteligente, pienso yo, acaba un poco harta de sí.

María se atrevió a poner en duda las razones de mi inteligencia, a considerar vacíos los valores de mi espíritu y a no compartir el uso que yo daba a mi cuerpo. Me paró los pies en seco. En ese instante estuve a punto de dejarla para siempre y de borrarla de mi memoria; me contuve porque su negativa y su firmeza me descubrieron una dimensión de la dignidad humana que yo hasta entonces desconocía.

Con María a mi lado se me pasa el pensar en mi próxima muerte y no sé si es que sueño que ella está aquí. o que mi nombre ocupe un puesto tan adelantado en la lista de espera
María me ha dicho muy pocas palabras, perdida ya quizá la esperanza de consolarme. Arregló las sábanas, comprobó si las medicinas estaban en orden, si conservaba todavía un libro -el título: "El Nuevo Testamento"- que me habla dejado al venirme al hospital. Se enrojeció cuando de broma le pregunté quién era su autor.

Hoy le agradecí de todo corazón que me hablase poco, yo estaba muy cansado y ella lo noto enseguida. Se sentó un rato en el sillón, acompañándome en silencio con sus pensamientos y algo que ella llamaba sus "rezos". Yo saboree la cercanía del silencio amoroso de la única persona que ha conseguido situarme ante la realidad de mi vida, obligarme a dudar del valor y del sentido de todo el mundo de artificio que me habla construido y en el que habla vivido inmerso hasta entonces, y tratar de buscar con otros ojos y en otros horizontes el verdadero significado de vivir. Quizá no llegue al final de mi búsqueda; conocí a María tres semanas antes de venirme aquí. No me quejo.

María me besó en la frente para despedirse, tratando de esconder su tristeza en un esbozo de sonrisa. Le devolví la mirada con cariño y me contuve. Nunca me había sabido amado de nadie de esa manera. Y la verdad es que tampoco descubrí por qué ella me quería. Se lo agradezco con toda el alma. Cuando abandonó la habitación lloré un buen rato, en una mezcla de desahogo, de paz, de añorada tranquilidad No recuerdo haberlo hecho nunca; quizá tampoco me había encontrado tan solo.

Ahora que se ha ido no me atrevo a mirar el panorama que dejo atrás, y tampoco me arriesgo a dirigir mi mirada hacia delante, también porque considero que no vale la pena cuando me quedan pocos días de vivir. Hasta este momento he huido de pensar en eso que mi abuela llama "más allá", y tampoco ahora quisiera verme sumergido en un horizonte semejante, pero algo más fuerte que mi voluntad parece quererse imponer mi espíritu.

Tengo la sensación de haber vivido demasiado artificialmente, como si en vez de la Tierra hubiese habitado en otro planeta. Quizá he tratado de construirme un mundo algo aparte, ficticio, entre canciones de "U2", "Guns and roses". Sinfonías de Brahms, alguna que otra cantinela "rock" para emparedar y textos sueltos de Unamuno. De Gide de Nietzsche, de Machado, de Guillén. de Cioran y de otros autores que entraban y salían de moda en el Instituto y en la Universidad según los profesores, y sin reglas demasiado precisas de valor intrínseco

No sé por qué, pero al pensar en María es como una invitación a recapacitar. Quizá hallan sido sus ojos los que me han hecho darme cuenta de haber enterrado casi todo mi vivir en libros y discos. Apenas si he tocado a seres vivientes, salvo el roce esporádico de los cuerpos que acabó convirtiéndose para mí en un lenguaje estéril y mudo. Para el hombre, el placer egoísta es una tumba como otra cualquiera. Lo descubrí cuando acaricié por vez primera, y de un modo diferente a como lo habla hecho hasta entonces con otras mujeres, la mejilla derecha de María; su mirada conmovió mi espíritu y fue sin deseo el turbarse de mi cuerpo.

Ahora son las siete y media de la tarde y comienza a oscurecer. Me doy cuenta de no haberme quedado nunca a solas con una realidad distinta de mí mismo. Es una sensación extraña la que me embarga, mientras pasa por mi memoria la figura de María que pone en orden las estanterías de la sala; la impresión de haber sido invitado a una fiesta, de haber entrado en el salón donde estaba todo preparado para celebrarla, y de haber buscado un rincón para no participar. Y ahora, alguien me arrancaba del sillón sin pedir previamente mi permiso, y yo me quedaba para siempre también sin rincón, sin sillón, sin fiesta.

No sé si la muerte me llama demasiado pronto. Los veintidós años se me han ido muy deprisa y casi sin sentirlos, lo reconozco. Apenas me he dado cuenta del vivir y no sólo por la brevedad, sino por no haber salido nunca de la cárcel que yo mismo me he construido, y que yo consideraba el gran espacio de mi libertad. Pensándolo bien, sólo me he preocupado de cosas que me afectaban a mí directamente, sólo he tenido en cuenta mis intereses, mi política, mi ciencia, mis caprichos, mis "hobbys".

Como tocado por la luz de un rayo, me encontré invadido del pensamiento -que hasta ahora siempre habla rechazado- de que hubiera sido mejor no haber nacido. En algún escritor moderno he leído esa consideración; hablaba del nacer como el único pecado del hombre. Reflexionando, me he convencido de que esa frase no era mas que una escapatoria; haber nacido no puede ser pecado, sencillamente porque no nos es achacable. Nuestro aparecer en la tierra debe tener otra explicación. En cualquier caso quejarme por haber nacido ¿qué aportaba ya a mi espíritu? ¿Qué interés tenía cuando estaba a punto de caer víctima de una leucemia aguda? Escribiendo estas líneas, reconozco que la luz del rayo me sirvió para comenzar a vislumbrar que en mi, escondido en algún rincón, y junto al amor a María había algo más allá de mi leucemia.

Antes de venirme al hospital he ordenado mis papeles; en realidad he roto casi todos; me ha parecido lo mas honesto; no quería transmitir una sensación de inautenticidad, dejar una imagen de mí que al releer lo escrito se me antojó falsa. Y lo era. una simple repetición impersonal de cosas oídas aquí y allá leídas en este libro y en el otro, que podían envolverse en un paquete, y guardarlo con la etiqueta de mi nombre o del de cualquier otro estudiante universitario de mi tiempo.

Hoy apenas he podido abrir los párpados. Durante todo el día me he sentido invadido por un cansancio en cada uno de mis huesos y de mis músculos; tuve la impresión de que mi espíritu se quedaba sin soporte tangible. Hasta he perdido la fuerza de enfadarme por las jeringas y las gomas que penetran en mi cuerpo, aquí y allá, y sirven para mantener en marcha la alimentación. Ya al atardecer recupere algo de vigor.

Mis energías han disminuido de forma notable los dos últimos días. Supongo que es una señal clara de que se acerca el final aunque nadie se atreva a ha hacer un pronóstico a plazo fijo. Vivo día a día; y como aun estoy sobre mi cama consciente, sigo pensando y descubriendo la realidad de un "mi mismo" bien diferente a la contemplada hasta este momento.

Cuando en la universidad me hablaban de enfermos en situación terminal como la mía, yo alzaba la voz para decir que no había derecho a mantener seres humanos en esas condiciones de vida. Me sonaba casi a hipocresía llamar vivir a mantener a un ser humano sufriendo de esa manera. Tumbado en la cama de este hospital, abandonado con confianza en las manos de unas enfermeras que se esmeraban -vaya dicho con profundo agradecimiento- en cuidarme y hacerme la vida agradable. descubro que también el sufrir es parte de la vida, y me veo todavía respirando, pensando, amando.

Hoy incluso, he alzado la voz para amenazar con denunciar a un medico que me ha sugerido reducir el plazo de vida a mi disposición -y que él piensa será de una a dos semanas-. ingiriendo alguna nueva medicina. Para irme sedando vitalmente poco a poco, y para hacerme además más llevaderos los pocos días que me quedarían. Le he dicho, sencillamente, que no tengo miedo a la muerte, y que si se me ha concedido ya experimentar todo esto, él no era nadie para impedirme meterme de lleno en el dolor y en el sufrimiento, en el caminar ya cansado de acercamiento paulatino a la muerte.

-La muerte que me ha correspondido será toda para mí; le dije enfadado.

Mi madre me ha llamado por teléfono para quejarse de lo mal que se encontraba con su depresión. Apenas me hablo de otra cosa, y al final antes de colgar el teléfono, me recomendó que no dejara de cuidarme, de tomar las medicinas que me recetaban los médicos, que tuviera paciencia, y que perdonara si no pudo venir a acompañarme. No me animé a preguntarle por mis dos hermanas, también para evitar que me dijera que no les preocupaba lo mas mínimo lo que me pudiera ocurrir.

Me da una cierta pena, pero comprendo que no tengo ningún motivo para quejarme. Yo nunca me he ocupado mucho de ellas, y el alejamiento que yo mismo he creado, veo que se ha convertido en un abismo casi infranqueable.

María no vendrá hoy. Le han colocado un examen a media tarde y no podrá terminar antes de las ocho. No le será posible acercarse hasta aquí. No tengo otra perspectiva que pasar sin compañía la jornada entera; y reconozco que el pensar en las horas que faltan para la noche me deja algo desorientado.

Me he quedado solo en la habitación pues el otro enfermo a regresado a casa. La soledad hace más viva en mi espíritu la presencia de María. Reconozco que la estoy echando mucho de menos y me encuentro como si no supiera qué hacer cuando ella falta.

La última vez que la vi. tuve la debilidad de tratar de compartir con ella una experiencia nueva en mi vida: La angustia. La noche anterior, cerca de las tres, me había despertado de sobresalto. Un temor a un peligro desconocido comenzó a invadir mi espíritu como si la muerte estuviese ya a punto de apoderarse de mí. No tenía ningún asidero para impedir ser aniquilado, y no me encontraba con fuerzas para asistir como espectador a semejante espectáculo. Gritar no serviría de nada aparte de llamar la atención, despertar al enfermo de la otra cama, y poner en alarma a toda la zona. Trate de concentrarme y solo conseguí llorar. Así estuve un rato, y desde entonces apenas concilié el sueño hasta la madrugada.

Cuando le conté estos detalles, María debió descubrir que me avergonzaba un poco él haber llorado, y quizá para consolarme añadió enseguida en voz baja y como hablando consigo misma: “También lloró Jesucristo”. E inmediatamente pasó a otra cosa sin darle más importancia.

Desde entonces estoy deseando que regrese para que me explique el sentido de esa frase. Yo de Jesucristo no he oído hablar apenas en mi vida, y no consigo encontrar un lugar para situarlo dentro de mi horizonte intelectual. No recuerdo haber parado mi atención en ninguna iglesia salvo en sus facetas artísticas, y en alguna ocasión cuando he oído hablar de algún primo conocido que se bautizaba me he quedado con la impresión de no estar siquiera bautizado. Le preguntaré a mi madre la próxima vez que hablemos.

A media tarde y sin previo aviso, ha llegado un compañero de la universidad. Se paró en el umbral de la sala y, por la cara que puso, tuve la impresión que, apenas me vio se debió llevar un buen susto. Ya no soy el mismo, sin duda alguna. Sin pelo, con al menos quince kilos de menos, mi rostro puede ser desagradable para cualquiera, y verme debe dar un poco de lástima. Lo siento pero no puedo ofrecer otra cosa.

Estuvo a punto de marcharse sin ni siquiera entrar en la habitación; al fin se decidió, y me adelantó que apenas podría quedarse conmigo unos minutos. Al ver el "Nuevo Testamento" casi me echó una bronca:

-“¿Tu también?, Como los "viejos" que al final de la vida se hacen todos beatos, ¿ya se te ha olvidado la frase de Nietzsche: La filosofía, la religión y la moral son síntomas de decadencia?”

Reconozco que en aquel momento Nietzsche y cualquier otro filósofo me traían completamente sin cuidado. Quizá unos días atrás no le hubiera dado ninguna importancia a la frase, la hubiera tomado a broma, y la hubiera dejado perderse en el río de frases estúpidas, inútiles, que pululan por este mundo. El “Nuevo Testamento” sin embargo era un regalo de María, y así se lo dije un poco enfadado:

-"Cállate, por favor, que es un regalo de María; déjalo donde está y no vengas con idioteces. Además, yo leo lo que me da la gana, y nunca se me ha ocurrido pedirte autorización a ti ni a nadie para leer ni para nada. ¿No te querrás convertir en un pequeño inquisidor de barrio?"

Mi compañero prefirió desviar la atención, como quien lanza un comentario jocoso me soltó: "¿María? Lástima que te haya cogido ya enfermo y no hayas tenido tiempo de..."

No le di tiempo a terminar la frase. La mirada que le clavé estaba tan llena de rabia y de desprecio que tembló. Él me conocía desde años atrás y sabia que cuando quería era capaz de ser violento y duro y no me echaba nunca atrás. Ya no podía usar mis fuerzas físicas. Traté de hacerlo para darle una torta y enseguida me di cuenta de mi imposibilidad, pero el vigor del espíritu estaba latente. Y se marchó sin decir una palabra.

Sentí repugnancia y dolor profundos, mezclado con algo de pena y de vergüenza. Por las sospechas sobre María. Y por vez primera fui consciente de mi indignidad si hubiera pretendido hacer con ella lo mismo que con las otras. No le contaré nada, para no hacerla sufrir.

Algo nervioso, tomé el "Nuevo Testamento", y lo abrí al azar. Fije mis ojos en la siguiente frase: "Nadie hecha vino nuevo en odres viejos. De lo contrario, el vino rompe los odres y se pierde el vino y los odres. El vino nuevo se hecha más bien en odres nuevos".

No comprendí muy bien el sentido de las palabras. Si tuve la sensación de que mis odres viejos se estaban resquebrajando, y que mi espíritu no había saboreado todavía el vino nuevo.

La noche pasada me desperté muy pronto, y no porque hubiera mantenido en tensión las pocas fuerzas vitales que me quedan, en la esperanza de recibir a la muerte de forma decorosa y digna. Me parece que ya no dispongo de las energías necesarias para dictar condiciones a la muerte. Ella tiene más experiencia en estos trances y, mal que me pese, no tengo más remedio que dejarla hacer.

A las cuatro y media de la madrugada entraron en la habitación tres enfermeras acompañando a un hombre de unos setenta años en estado algo más que lastimoso; arrastraba los pies con dificultad, demacrado, y con la respiración tan entrecortada que hasta yo me di cuenta de que podía quedarse en cualquier momento. No hice otra cosa que acompañarle con la mirada.

Al pasar delante de mi cama el hombre volvió su rostro hacia mí; me sonrió como pidiéndome perdón por haberme venido a molestar en esos momentos. Yo ya llevaba tres semanas en el hospital, y era el primer enfermo en sus condiciones que se presentaba con una sonrisa. Después de acomodarlo, y dejándolo bajo la mirada protectora de una mujer algo mayor que él, se apagaron las luces de la habitación.

Intenté dormir, y me encontré paseando con la imaginación por París, Londres, Lisboa, Amsterdam, Roma, capitales visitadas en los últimos años. Había programado hacer más viajes y conocer más rincones de este nuestro mundo. A base de algunos ahorros y de trabajos extra no me sería difícil conseguir el dinero que necesitaba. Los programas se han quedado en sueño; y lo cierto es que, ahora, encerrado en este hospital no los hecho en falta, ni añoro su perdida.

¡Que impresión tan vaga, etérea, ligera, acumulan estos recuerdos cuando se sabe estar a cuatro o cinco días del morir! Lo que un día fue una maravilla, está ya casi borrado de la memoria; lo que un instante me hizo glorioso en mi grupo de la universidad -fui el primero de ellos que pescó por la “rive gauche” del Sena- se me presentaba hoy envuelto en un aire provincial que casi me enrojece.

Si acaso, se salvan en mi recuerdo los conciertos de música de Amsterdam, y el encanto del Colosseo romano. Y tengo ahora pena de mí mismo por el gesto ridículo y "snob" -yo que siempre habla despreciado esa actitud- de no haber ido a la plaza de San Pedro, durante mi estancia en Roma. Con unos amigos, forme hace tiempo un grupo para discutir los problemas de la actualidad; uno de los compromisos del programa era el de no tratar ningún asunto que tuviera relación ni con la religión, ni con la Iglesia, ni con los papas; al llegar a Roma me acorde de la cláusula y me entró el prurito de aplicarlo a rajatabla. Hice el ridículo, y no pase ni con la mirada la frontera del Vaticano.

A primera hora de la mañana mi vecino y la mujer que le acompañaba continuaban dormidos; llegaron los médicos, y le vieron tan exhausto, que decidieron dejarle descansar.

-"Cualquier cosa que le hagamos es inútil", comentaron, "no hay solución''.

Aprovechando su dormir, me fijé un poco más en ellos. Sin duda, provenían de algún ambiente rural, aunque las facciones especialmente del hombre, eran cuidadas; sobre la mesilla de noche habían puesto dos imágenes: de un crucificado, una, y la otra de una mujer que no supe decirme quién era. Entre las manos, el hombre tenía una especie de collar de cuentas negras. No descubrí nada más.

María llegó pronto, y con una sonrisa que quería ocultar un cierto desagrado me comunicó que le habían suspendido. A mí me dio pena, porque me constaba que era el primer suspenso de su carrera y, sin la menor duda, el bajo rendimiento ha sido motivado por la atención que me está prestando durante todos estos días. Preferí no seguir hablando del tema.

Hemos tenido que conversar en voz baja para no despertar a mis vecinos. Le recité la frase sobre el vino nuevo y los odres viejos, y sonrió. Le aclaré que no había encontrado el pasaje con el llanto de Cristo y ella, sin dudar más de un minuto, me mostró el párrafo, aclarándome que se refería a los momentos anteriores a la resurrección de Lázaro: “Al verla Jesús llorar, y que lloraban también los judíos que la acompañaban, se estremeció en su interior, se conmovió y dijo: ¿Dónde le habéis puesto?. Le contestaron: Señor, ven y lo verás. Y Jesús lloró. Decían los judíos: ¡Mirad coma le amaba!”

Sentí que mi curiosidad me removió; quizá porque hasta entonces nunca había visto llorar a ningún hombre. Y no pensaba que se podía echar tan en falta a un amigo.

-"¿Quién es Jesús?", Pregunté a María.

Dudó un momento, antes de darme la respuesta, y con toda naturalidad me respondió:

-"Es el Hijo de Dios, hecho hombre".

No dije palabra. Recibí en silencio la información, y no sé a qué neuronas de mi cerebro fueron a parar, que enseguida se abrió el rincón donde estaban guardadas otras palabras que hacían alusión también a Dios. Eran de Camús. "Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder".

Yo ya empezaba a no estar demasiado convencido de que hubiera muerto Dios, vista la amistad que María parecía tener con Él. En cambio, si puedo afirmar que ni la historia ni el poder me dicen nada en estos momentos, y que las lágrimas de Jesús, de quién María afirmaba ser Hijo de Dios hecho hombre, parecían guardar algún misterio escondido interesante para mí.

A punto ya de concluir la primera parte del diálogo con María, mi cansancio no me permitía más tiempo de conversación, y apareció mi madre con una amiga. Quizás se acordó del instante en que me dio a luz, se sobrepuso de su depresión, y vino a verme consciente de que me iba a perder para siempre.

Le presenté a María a quién todavía no conocía, y le pregunté sobre mi bautismo. Mi madre me ha confirmado en mi sospecha de no estar bautizado:

-“Ya sabes cómo pensamos papá y yo sobre estos asuntos”, me dijo.

Poco después y quizás algo consolada de ver a su hijo todavía vivo, me hizo una señal con la mano desde la puerta, y se fue.

Y quizá por haber parado la atención antes en el Colosseo me vino a la imaginación otro rincón de Roma lleno de encanto; el Oratorio Constantiniano, situado dentro del conjunto de la basílica-fortaleza de los Santi Quattro Coronati, a pocos cientos de metros del anfiteatro romano. En las pinturas, con cerca ya de mil años de historia, se narra el bautismo de Constantino y su entrada en Roma. Una de las escenas recoge al emperador sumergido en ríos de agua que le curan la lepra, imagen del pecado como decía el folleto que lo explicaba. Yo mire mis manos sin darme cuenta de la penumbra que envolvía la habitación. Realmente mi piel daba toda la impresión de estar blanca.

Al marcharse, María me informó que mi vecino era un sacerdote. Había encontrado ocasión de intercambiar unas palabras con la mujer que le acompañaba, la hermana, y de descubrir que la enfermedad era cáncer de estómago en estado muy avanzado. María se despidió con una caricia de sus labios sobre mi frente. El aliento de vida que me insufló me acompañó el resto del día.

No vino a verme ningún otro amigo de la universidad.

Esta noche tardé en dormirme. Mi cabeza se vio invadida por el recuerdo de lván Illich, y de los debates de su espíritu para librarse del pensamiento de la muerte. Al lado de mi cabeza, mi espíritu estaba repleto de una gran paz, como si no tuviese ya ansia de nuevas emociones, ni de lanzarse a la aventura de descubrir horizontes todavía inexplorados. Se avecinaba el fin definitivamente; y continúo preguntándome; el fin ¿de qué?

Le di las gracias a la primera enfermera que se presento en la habitación. Una mujer en la segunda juventud que alternaba momentos de gran desapego hacia los enfermos con una mirada de ternura honda, como si quisiera librarnos a cada uno de nuestras miserias y dolencias, y a la vez desease evitar cargar su espíritu con el peso de todas; fardo imposible de llevar. Hasta ese instante nunca le habla agradecido nada. Ella sonrió, y cumplió su misión con más cariño que nunca.

Miré de reojo al sacerdote. Ya estaba despierto. Me pareció ver en su rostro cansado y casi esquelético. La expresión serena de la cara de María cuando rezaba. Era la primera vez en mi vida que me hallaba a solas con un cura.

Tampoco de Dios yo sabia mucho. Me sonaba lo del "Padre, Hijo y Espíritu Santo" y algo sobre la muerte y resurrección de Jesucristo. Y poco más.

Hoy es el tercer día que este hombre y yo nos hacemos mutuamente compañía en silencio. Él no ha podido hablar hasta ahora, y también con su hermana se entiende por señas. Ayer noche los médicos decidieron liberarlo de todos los cuidados, y dejar que la enfermedad siga su curso ya breve, hasta el final. En cuanto sea posible conversaré con él sobre eso de "la vida eterna".

Hace tres semanas no le hubiera hecho el más mínimo caso, ni me hubiera preocupado de él, ni me hubiera ni siquiera planteado ese problema. Para mí, entonces, la muerte era el final, y ahí se concluía todo. La perspectiva de futuro estaba abierta por los cuatro costados; nada me impedía continuar investigando en la aventura de vivir, y seguir acumulando "experiencias" hasta ver dónde llegaba. Quizá en algún momento conseguiría situarme ante mí mismo y darme mi propia realidad; si es que "yo mismo" significaba algo, y "mi propia realidad" era algo más que tres palabras.

Reconozco que no me había parado a pensar en el gran sinsentido de una inteligencia y un corazón, que pueden abrirse a lo ilimitado, que están hurgando sin ni siquiera descanso para encontrar algo que llaman "verdad", sin ni siguiera saber qué es lo que en realidad buscan, pero que, en cualquier caso, son conscientes de que el objeto de su búsqueda es algo más que una palabra. El gran sin sentido, digo, que esa inteligencia y ese corazón pueden acabar como un gusano cualquiera.

Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que tenía tan asumido ese final de partida y desarrollaba tan poco sentido crítico en mi cabeza, que aceptaba sin más la conclusión de que todo en el hombre, el hombre mismo, se acaba con el morir. Admitía no ser más que "un ser sin huellas" como una sombra de nadie antes de nacer, y ya ni sombra después de morir.

En las tres últimas semanas acontecimientos importantes se han sucedido en mi vida y le han dado un giro en dirección contraria a la que había llevado hasta entonces. Un auténtico vuelco. Me he enamorado de María, y esto, ciertamente, me rompió.

Se desveló dentro de mí una fuerza con la que nunca había contado. Habla leído un montón de cosas acerca del amor como una mentira, un engaño, un puro egoísmo; y me las había tragado sin rechistar. En esa lógica apenas enterada de mi próxima muerte, María tendría que haberme abandonado, porque ya no le servía para nada. Y no fue así; su amor está vivo bien cerca de mí, dentro de mí.

Me diagnosticaron esta leucemia cuatro días después de descubrir que estaba enamorado; me ingresaron a renglón seguido, sin darme siquiera tiempo para arreglar papeles y dejar en orden mi habitación; en poco más de una semana he visto morir a mi lado a siete personas, de distintas edades y condiciones, yo que nunca hasta estos días había tenido nada que ver con la muerte. Y, la verdad, me considero todavía lo suficiente inteligente como para obligarme a pensar un poco, y tratar de sacar alguna luz de sucesos semejantes.

A media mañana -María vendrá hoy al atardecer- he tenido la oportunidad de charlar un rato con mi compañero de habitación. Mi curiosidad ha ido creciendo a lo largo del día, lo reconozco. Fui yo quien decidió comenzar:

-"Usted y yo vamos a morir pronto, le dije, ¿espera encontrarse algo más allá?".

Se tomó unos segundos para responder:

-"Yo sé que Alguien me espera, y no un desconocido. Ya lo he encontrado tantas veces de este lado, en este ''más acá".

-"¿Lo sabe o lo cree?".

-“Lo creo y lo sé a la vez. Sólo tengo una cabeza capaz de creer y de saber”.

-"Yo no lo creo, y tampoco lo sé. Mi cabeza me dice que esto se acaba", respondí.

-"¿Cómo se le ocurre a tu cabeza decirte eso, si nunca ha muerto; no será más bien, hijo mío tu imaginación la que te susurra esas cosas?".

Pronunció las palabras muy lentamente, y se paró un instante antes de decir: "hijo mío". Me dio la sensación de que se le escapó y de que a la vez, le surgía del fondo del alma.

-"¡No!, contesté sin reflexionar más; es mi inteligencia la que me afirma que no tiene sentido seguir viviendo “más allá’"

-"Tampoco tendría entonces sentido el simple hecho de estar aquí", casi susurró el anciano, pausadamente; y añadió:

-"¿Se te ha ocurrido alguna vez preguntar el porqué buscas un sentido a la vida? Si no lo tiene la muerte, que es el final del vivir aquí, tampoco lo tendrá el resto".

Se hizo un silencio de apenas un minuto, que a mí se me hizo muy largo. No me atreví a hablar en espera de que alguna otra palabra saliera de la boca del anciano sacerdote.

-"¿No será, hijo mío, que hay algo dentro de ti que clama por ..?".

No consiguió terminar. Me incorporé por si necesitaba algo, y sólo alcancé a mirarle a los ojos antes de que los cerrara en una mueca de dolor que le cruzó el rostro. Se contuvo, consiguió sobreponerse, y comenzó a rezar en voz baja un Padrenuestro. Murió sonriendo.

Toqué el timbre para avisar a la enfermera; y me sobrecogí. Me lo imaginé ya delante de ese "Alguien", su amigo. Y me convencí de que aquel hombre "sabia y creía". ¿Cómo? No lo sé. Sí admito que le tuve una cierta envidia. Y deseé para mí el "saber y creer" que él guardaba en su corazón. Se me hizo un nudo en la garganta y, aunque me esforcé en no hacerlo, le lloré.

La muerte del sacerdote me dejó triste. Y vivió mi tristeza solo porque María no llegó tampoco al atardecer.

Le di vueltas al diálogo apenas comenzado con ese hombre que guardaba en su alma, imaginaba yo, tantas cosas que podría haberme comunicado. Es cierto que, hasta ese instante, nunca me había parado a escudriñar dónde estaban las raíces de mi preocupación sobre el sentido de vivir. Vivía, y me bastaba.

¿Por qué me había llamado “hijo” a mí?. La palabra me sabia a una cierta novedad; no la había oído nunca en los labios de mi padre, y muy pocas veces en los de mi madre. El calor con que las habla dicho el sacerdote me sorprendió; me dio la impresión de que me conocía de toda la vida, y que no se dirigía a mí como a un extraño a quien acababa de encontrar.

Previendo quizá que me sería muy difícil dormir después de todo aquello, la enfermera me debió dar una dosis suficiente de tranquilizantes para tenerme sedado y dormido, porque no me desperté hasta las nueve de la mañana.

Volví a estar a solas conmigo mismo en la habitación. Mi cuerpo estaba ya preparado para morir; mi espíritu, que no parecía hacer mucho caso de las condiciones de mi cuerpo, despertó de nuevo, y como si no hubiera pasado la noche, forzaba a mi cabeza a continuar dando vueltas a las últimas palabras del sacerdote: "sabia y creía"; "hijo mío". Recordando su deseo de encontrarse con aquel "Alguien" que lo esperaba y con quien ya había compartido su vivir aquí en la tierra, me vi. todavía más solo, con una soledad que me asustó.

Yo nunca había anhelado encontrarme con nadie, nunca había echado en falta a nadie; si acaso, me había ocupado de lo que necesitaba yo, de lo que me venía bien a mí. Yo me he bastado siempre a mí mismo. Había estudiado, había comido, había viajado, habla estado con esta chica y con la otra, había discutido sobre los más variados asuntos... nunca me había parado ante el espejo de mí mismo, y me habla preguntado: ¿quién soy yo? ¿Quién hay de detrás de ese nombre, Juan Andrade García, escrito en mis documentos? ¿ A quién he servido para algo en este mundo?.

María ha llegado a las diez y media de la mañana. Echó en falta al sacerdote, y sintió de veras su muerte; le había tomado cariño. Me preguntó si había tenido ocasión de conversar con él; y le conté las pocas frases que habíamos cruzado.

Me peinó, me afeitó y se negó a dejarme un espejo para que me viera el rostro. No lo había hecho desde que llegué al hospital, y suponía que debía estar algo cambiado. Quizá para compensar, corrió las cortinas y dejó entrar en la habitación la dulce luz de una mañana que anunciaba ya el verano. El calendario señala hoy el día 15 de junio de 1994.

Al poco rato, y no sé si por propia iniciativa o por sugerencia de los médicos, María me dijo con toda claridad que salvo un milagro, aquel podía ser mi último día en la tierra, y mi fin podría sobrevenirme en cualquier momento. Aún habiéndome dicho a mí mismo que estaba preparado para recibir ese anuncio, la noticia me cogió desprevenido y me produjo un cierto temblor.

Convencido de que el milagro -¿qué sentido tiene para mí un "milagro?”¿, ¿Qué es eso?- no se produciría, se me hizo un nudo en la garganta que me impidió hablar durante un rato. Y me hallé sumergido en una gran tristeza.

La tristeza se unió a la soledad en la que me habían introducido los pensamientos anteriores, e hizo crecer en mi espíritu una profunda sensación de no haber hecho nada en la vida, de no haber sido útil para nada ni para nadie. De haber perdido, malgastado miserablemente el tiempo. Y otra vez me invadió la memoria de Iván Illich y su morir repitiendo: "Se acabó la muerte" -se dijo- "La muerte no existe". Junto al rostro desencajado de Iván, yo veía la sonrisa del sacerdote rezando un Padrenuestro en espera de pasar la muerte y abrazar a "Alguien" que parecía tenderle ya los brazos. María respetó mi silencio. Y así permanecimos callados un tiempo.

Al cabo de un rato. le dije: "Léeme, por favor, algo de tu libro"; lo abrió y leyó: "Entones Felipe. tomando la palabra y comenzando por este texto de la escritura, le evangelizó a Jesús. Siguiendo su camino, llegaron a un paraje en que había agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua ¿qué impedimento hay para que yo sea bautizado?".

A las once y media se presentó de nuevo mi madre con su amiga. Me dio mucha pena verla; por primera vez en mi vida comprendí que yo también significaba algo para ella. Nunca me había preocupado de si yo le interesaba más o menos, y tampoco nunca le habla manifestado el más mínimo afecto. Titubeó un buen rato en el umbral de la habitación y al fin dio unos pasos hacia mi que le debieron costar un mundo. Se sobrepuso a su nerviosismo llegó hasta su hijo, me dio un beso -ya no recordaba cuantos años habían pasado desde la última vez que hizo lo mismo- y se marchó. Me quedé con la conciencia de haberla tratado con crueldad. Y casi lloré.

Apenas comí. Me encontraba aturdido y desorientado. La muerte está aquí y no vale la pena hacer malabarismos con la imaginación para pretender negarla. No sabia qué hacer, y sólo se me ocurrió decirle a María que rezase conmigo un Padrenuestro; era una de tantas experiencias que no habla saboreado en mis veintidós años.

"Padre nuestro... perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...". Yo nunca había pedido perdón a nadie; jamás se me había pasado por la cabeza semejante cosa. Quizá nunca había amado a nadie para darme cuenta de que le podía hacer mal. Miré a María, y me entraron unas ganas enormes de comenzar con ella lo que podría ser una nueva experiencia en mi vida, y pedirle perdón.

No me atreví; me sobrevino enseguida un sentimiento de vergüenza todavía mayor, y me contuve. Y tampoco había perdonado a nadie. A cualquiera que me había hecho, o intentado hacerme, una faena, lo había aparcado allá en un pliegue de mi espíritu y cancelado de mi vida, sin dirigirle ya nunca más la palabra.

***

Aquí terminan los papeles manuscritos. Juan Andrade García falleció el 16 de Junio de 1994, veinticuatro minutos después del mediodía. Aquella mañana ya no añadió ninguna línea; y fue María quien escuetamente escribió días después el final.

“Llegué al hospital a las ocho y media. Juan estaba despierto, con los ojos muy abiertos. Toda su alma se asomaba en las pupilas. Me hizo una seña, y al oído me rogó que le explicase algo de Jesús, "como al eunuco". Le resumí en pocas palabras la vida de Cristo, desde Belén al Calvario, a la Resurrección y Ascensión al Cielo Le dejé un rato en silencio, y a otro gesto suyo me acerqué a él. Esta vez. señaló un vaso de agua en la mesilla de noche y dijo: "¿Puedo yo recibir el bautismo?".

Me puse muy nerviosa; era la primera vez en mi vida que me encontraba en una situación semejante. Comenzó a respirar mal. Vino la enfermera y me avisó que se estaba yendo. Tome el vaso y derramé agua sobre su cabeza, mientras decía: "Juan, yo te bautizo...". Y, plácidamente, murió”.

lunes, 8 de junio de 2009

¿POR QUÉ TANTAS RELIGIONES?

Os lo prometí durante la meditación de este sábado: del libro de la semana "Cruzando el umbral de la esperanza" de de Juan Pablo II:

Pero si el Dios que está en los cielos, que ha salvado y salva al mundo, es Uno solo y es El que se ha revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones?
¿Por qué hacernos tan ardua la búsqueda de la verdad en medio de una selva de cultos, creencias, revelaciones, diferentes maneras de fe, que siempre, y aún hoy, crecen en todos los pueblos?


RESPUESTA

Usted habla de «tantas religiones». Yo, en cambio, intentaré mostrar qué es lo que constituye para estas religiones el elemento común fundamental y la raíz común.
El Concilio definió las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las palabras Nostra aetate («En nuestro tiempo»). Es un documento conciso y, sin embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la Iglesia desde los tiempos más antiguos.

La Revelación cristiana, desde su inicio, ha mirado la historia espiritual del hombre de una manera en la que entran en cierto modo todas las religiones, mostrando así la unidad del género humano ante el eterno y último destino del hombre. La declaración conciliar habla de esa unidad al referirse a la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y unir la humanidad, gracias a los medios de que dispone la civilización actual. La Iglesia considera el empeño en pro de esta unidad una de sus tareas: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos. Desde la antigüedad hasta nuestros días, se halla en los diversos pueblos una cierta sensibilidad de aquella misteriosa fuerza que está presente en el curso de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también se reconoce la Suprema Divinidad y también al Padre. Sensibilidad y conocimiento que impregnan la vida de un íntimo sentido religioso. Junto a eso, las religiones, relacionadas con el progreso de la cultura, se esfuerzan en responder a las mismas cuestiones con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado» (Nostra aetate, 1 2).

Y aquí la declaración conciliar nos conduce hacia el Extremo Oriente. En primer lugar al este asiático, un continente en el cual la actividad misionera de la Iglesia, iniciada desde los tiempos apostólicos, ha conseguido unos frutos, hay que reconocerlo, modestísimos. Es sabido que solamente un reducido tanto por ciento de la población, en el que es el continente más grande del mundo, confiesa a Cristo.
Esto no significa que la tarea misionera de la Iglesia haya sido desatendida. Todo lo contrario, el esfuerzo ha sido y es cada vez más intenso. Pero la tradición de culturas muy antiguas, anteriores al cristianismo, sigue siendo en Oriente muy fuerte. Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales (en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un antitestimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial, aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las potencias coloniales?
El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con las otras religiones del Extremo Oriente es tan importante. Leemos: «En el hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda venida de lo alto» (Nostra aetate, 2).
Más adelante el Concilio recuerda que «la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).

Las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados semina Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación eterna.
En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de la Iglesia (cfr. Lumen gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos semina Verbi, que constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones.
He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz.
Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas.
Llegados a este punto sería oportuno recordar todas las religiones primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los antepasados. Parece que quienes las practican se encuentren especialmente cerca del cristianismo. Con ellos, también la actividad misionera de la Iglesia halla más fácilmente un lenguaje común. ¿Hay, quizá, en esta veneración a los antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por la que todos los creyentes vivos o muertos forman una única comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente.
Estas últimas también según la presentación que hace de ellas el Concilio poseen carácter de sistema. Son sistemas cultuales y, al mismo tiempo, sistemas éticos, con un notable énfasis en lo que es el bien y en lo que es el mal. A ellas pertenecen ciertamente tanto el confucionismo chino como el taoísmo; Tao quiere decir verdad eterna algo semejante al Verbo cristiano , que se refleja en los actos del hombre mediante la verdad y el bien morales. Las religiones del Extremo Oriente han supuesto una gran contribución en la historia de la moralidad y de la cultura, han formado la conciencia de identidad nacional en los habitantes de China, India, Japón, Tíbet, y también en los pueblos del sudeste de Asia o de los archipiélagos del océano Pacífico.

Algunos de estos pueblos tienen culturas que se remontan a épocas muy lejanas. Los indígenas australianos se enorgullecen de tener una historia de varias decenas de miles de años, y su tradición étnica y religiosa es más antigua que la de Abraham y Moisés.
Cristo vino al mundo para todos estos pueblos, los ha redimido a todos y tiene ciertamente Sus caminos para llegar a cada uno de ellos, en la actual etapa escatológica de la historia de la salvación. De hecho, en aquellas regiones muchos Lo aceptan y muchos más tienen en Él una fe implícita (cfr. Hebreos 11,6).

Carta de una señora irlandesa

Hace unos meses me pasaron esta carta y hoy ha llegado el momento de publicarla.

¿Qué ves tú, tú que me cuidas? ¿Qué ves tú? ¿Cuándo me miras, qué piensas tú?
Una vieja arisca, un poco loca, con la mirada perdida como inexistente. Que se babea cuando come y nunca contesta. Que cuando le dices con voz firme ¡atenta!, parece no prestar atención a lo que haces, y continua perdiendo sus zapatos y sus medias.
Quien de manera dócil o no, te deja hacer a tu antojo en el baño y sus comidas, para ocupar sus días largos y grises.

¿Es esto lo que tu piensas? ¿Es eso lo que tú ves?
Te voy a decir quién soy, aquí sentada, bien tranquila.
Me desplazo cuando tú me mandas, cómo y cuando tu quieres.
Soy la última de diez hermanos, con un padre y una hermana. Tengo hermanas y hermanos que se quieren.
Soy una chica de dieciséis años, con alas en los píes, que sueña con encontrar pronto un novio.
Casada, recuerdo las promesas que hice ese día.
Tengo ahora veinticinco años. Mis hijas necesitan que les construya una casa.
Mujer de treinta años. Ellos crecen rápidamente. Estamos unidos con lazos que perdurarán.
Cuarenta años. Pronto ellos no estarán más aquí. Pero mi marido está a mi lado y velará por mí.
Cincuenta años. De nuevo juegan alrededor mío. Me veo de nuevo aquí con niños y con mi marido.
He aquí días negros. Mi marido muere. Miro el futuro temblando de miedo pues mis están ocupados criando a los suyos, y pienso en los años, y en el amor que he conocido.
Yo soy ahora una vieja, y la naturaleza es cruel, que se divierte haciendo pasar la vejez por locura. Mi cuerpo, se va. La gracia y la fuerza me abandonan.
Hay ahora una piedra, allí donde antes tuve corazón. Pero en este pellejo, la muerta, vive, y su corazón se hincha sin descanso. Me acuerdo de mis alegrías y de mis penas, y de nuevo siento la vida y la amo.
Vuelvo a pensar en los años pasados, demasiado cortos y pasado demasiado rápidamente.
Y acepto esta realidad implacable, que nada puede durar.
Abre los ojos, tú que me cuidas y mira. No a la vieja arisca. Mira mejor.
Tu, me verás.

martes, 2 de junio de 2009

Los niños preguntan al Papa


Me llamo Anna Filippone, tengo doce años, soy monaguilla, vengo de Calabria, de la diócesis de Oppido Mamertina-Palmi. Papa Benedicto, mi amigo Giovanni tiene un papá italiano y una madre ecuatoriana y es muy feliz. ¿Crees que diferentes culturas un día podrán vivir sin pelearse en el nombre de Jesús?

--Benedicto XVI: He sabido que queréis saber cómo nosotros, cuando éramos niños, nos ayudábamos recíprocamente. Tengo que decir que viví los años de la escuela primaria en un pequeño pueblo de 400 habitantes, muy alejado de los grandes centros. Por tanto, éramos algo ingenuos y, en ese pueblo, había, por una parte agricultores muy ricos y otros menos ricos pero acomodados, por otra pobres empleados, artesanos. Nuestra familia, poco antes de que comenzara la escuela primaria, había llegado a este pueblo procedente de otro, y por tanto éramos algo extranjeros para ellos, incluso el dialecto era diferente. En esta escuela, por tanto, se reflejaban situaciones sociales muy diferentes. Sin embargo, se daba una hermosa comunión entre nosotros. Me enseñaron su dialecto, que yo todavía no conocía. Colaboramos bien, y tengo que decir que en alguna ocasión naturalmente también me peleé, pero después nos reconciliamos y olvidamos lo que había sucedido. Esto me parece importante. A veces, en la vida humana parece inevitable pelearse; pero lo importante es, de todos modos, el arte de reconciliarse, el perdón, volver a comenzar de nuevo y no dejar la amargura en el alma. Con gratitud, recuerdo cómo colaborábamos todos: uno ayudaba al otro y seguíamos juntos nuestro camino. Todos éramos católicos, y esto era naturalmente una gran ayuda. Así aprendimos juntos a conocer la Biblia, empezando por la Creación hasta el sacrificio de Jesús en la Cruz, y llegando a los inicios de la Iglesia. Juntos aprendimos el catecismo, aprendimos a rezar juntos, nos prepararnos juntos para la primera confesión, para la primera comunión: aquel fue un día espléndido. Comprendimos que el mismo Jesús viene a nosotros y que no es un Dios lejano: entra en la propia vida, en la propia alma. Y, si el mismo Jesús entra en cada uno de nosotros, nosotros somos hermanos, hermanas, amigos, y por tanto tenemos que comportarnos como tales. Para nosotros esta preparación a la primera confesión, como purificación de nuestra conciencia, de nuestra vida, y después también la primera comunión, como encuentro concreto de Jesús, que viene a mí y a todos, fueron factores que contribuyeron a formar nuestra comunidad. Nos ayudaron a avanzar juntos, a aprender juntos a reconciliarnos, cuando era necesario. Hicimos también pequeños espectáculos: es importante también colaborar, prestar atención el uno por el otro. Después, a ocho o nueve años me hice monaguillo. En aquel tiempo no había todavía monaguillas, pero las chicas leían mejor que nosotros. Por tanto, ellas leían las lecturas de la liturgia, nosotros éramos monaguillos. En aquel tiempo, todavía había muchos textos en latín que había que aprender, de este modo cada uno tuvo que realizar su parte de esfuerzo. Como he dicho, no éramos santos: tuvimos nuestras peleas, pero de todos modos se daba una hermosa comunión, en la que las distinciones entre ricos y pobres, inteligentes y menos inteligentes no contaban. Contaba la comunión con Jesús en el camino de la fe común y de la responsabilidad común, en los juegos, en el trabajo común. Encontramos la capacidad para vivir juntos, para ser amigos, y a pesar de que desde 1937, es decir, desde hace más de setenta años, ya no he estado en ese pueblo, hemos permanecido amigos. Aprendimos a aceptarnos el uno al otro, a llevar el peso el uno del otro. Esto me parece importante: a pesar de nuestras debilidades, nos aceptamos y con Jesucristo, con la Iglesia, encontramos juntos el camino de la paz y aprendemos a vivir bien.

--Me llamo Letizia y te quería hacer una pregunta. Querido Papa Benedicto XVI, ¿qué quería decir para ti, cuando eras pequeño, el lema: "Los niños ayudan a los niños"? ¿Habrías pensado que alguna vez llegarías a ser Papa?

--Benedicto XVI: A decir verdad, nunca hubiera pensado que sería Papa, pues, como ya he dicho, era un muchacho bastante ingenuo, en un pequeño pueblo muy alejado de las ciudades, en la provincia olvidada. Éramos felices de vivir en esa provincia y no pensábamos en otras cosas. Naturalmente conocimos, veneramos y amamos al Papa --era Pío XI--, pero para nosotros era una altura inalcanzable, casi otro mundo: era nuestro padre, pero de todos modos una realidad muy superior a nosotros. Y tengo que decir que todavía hoy me cuesta comprender cómo el Señor ha podido pensar en mí, destinarme a este ministerio. Pero lo acepto de sus manos, aunque es algo sorprendente y me parece que va mucho más allá de mis fuerzas. Pero el Señor me ayuda.

--Querido Papa Benedicto. Soy Alessandro. Quería preguntarte: tú eres el primer misionero, nosotros, muchachos, ¿cómo podemos ayudarte a anunciar el Evangelio?

--Benedicto XVI: Diría que, una primera manera es ésta: colaborar con la Obra Pontificia de la Infancia Misionera. De este modo, formáis parte de una gran familia, que lleva el Evangelio al mundo. De este modo pertenecéis a una gran red. Vemos aquí cómo es representada la familia de los diferentes pueblos. Vosotros estáis en esta gran familia: cada uno pone su parte y juntos sois misioneros, promotores de la obra misionera de la Iglesia. Tenéis un hermoso programa, indicado por vuestra portavoz: escuchar, rezar, conocer, compartir, ser solidarios. Estos son los elementos esenciales que constituyen realmente una forma de ser misionero, de hacer crecer a la Iglesia y la presencia del Evangelio en el mundo. Quisiera subrayar algunos de estos puntos.

Ante todo, rezar. La oración es una realidad: Dios nos escucha y, cuando rezamos, Dios entra en nuestra vida, se hace presente entre nosotros, actúa. Rezar es algo muy importante, que puede cambiar el mundo, pues hace presente la fuerza de Dios. Y es importante ayudarse para rezar: rezamos juntos en la liturgia, rezamos juntos en la familia. Yo diría que es importante comenzar el día con una pequeña oración y acabar también el día con una pequeña oración: recordar a los padres en la oración. Rezar antes de la comida, antes de la cena, y con motivo de la celebración común del domingo. Un domingo sin misa, la gran oración común de la Iglesia, no es un verdadero domingo: le falta el corazón del domingo, así como la luz para la semana. Podéis también ayudar a los demás, especialmente cuando quizá no se reza en casa, cuando no se conoce la oración, enseñándoles a rezar: al rezar con ellos se introduce a los demás en la comunión con Dios.

Luego hay que escuchar, es decir, aprender realmente lo que nos dice Jesús. Además, hay que conocer la Sagrada Escritura, la Biblia. En la historia de Jesús aprendemos -como ha dicho el cardenal--, el rostro de Dios, aprendemos cómo es Dios. Es importante conocer a Jesús profundamente, personalmente. De este modo, él entra en nuestra vida y, a través de nuestra vida, entra en el mundo.

También hay que compartir, no hay que querer las cosas sólo para uno mismo, sino para todos; dividir con los demás. Y si vemos que otro quizá tiene necesidad, que tiene menos cualidades, tenemos que ayudarle, y de este modo hacer presente el amor de Dios sin grandes palabras, en nuestro pequeño mundo personal, que forma parte del gran mundo. De este modo, juntos nos convertimos en una familia, en la que uno tiene respeto por el otro: soportar al otro en su alteridad, aceptar también a los antipáticos, no dejar que uno quede marginado, sino ayudarle a integrarse en la comunidad.

Todo esto quiere decir simplemente vivir en esta gran familia de la Iglesia, en esta gran familia misionera: vivir los puntos esenciales como compartir, el conocimiento de Jesús, la oración, la escucha recíproca y la solidaridad es una obra misionera, pues ayuda a que el Evangelio se convierta en realidad en nuestro mundo.