Aquí está el impresionante testimonio del que os hablé durante la meditación del sábado.
Descargalo aquí o leelo a continuación y ya me dirás qué te parece...
Lo admito. Al recibir la noticia así, de pronto, sin previo aviso, me puse nervioso. Mirando atrás en el poco tiempo de vida transcurrido -hace una semana celebré mi veintidós cumpleaños- no descubro ningún otro momento en el que mi sistema nervioso se haya puesto en estas condiciones. Mi cuerpo se despertó invadido por fríos y calores que de forma alterna a veces y conjunta y continua en otras, iban y venían desde la cabeza hasta los pies, sin saber exactamente cual era su origen y cuando llegaría el instante en que la tensión se calmaría y volvería todo a la normalidad. El vacío se abría ante ni. como invitándome a perderme en él.
Y admito también que no sé, a ciencia cierta yo, que siempre he sostenido que el hombre es pura y simple reacción química, para qué me pongo a escribir estas líneas. Lo he ponderado un poco y aunque reconozco que no es ningún razonamiento científico, me parece que solo pretendo conseguir cierto desdoblamiento de la personalidad y hacerme así un poco de compañía en estas horas de soledad y silencio en el hospital, con una leucemia que está aniquilando paso a paso mi sangre, y con mi sangre, a mí. Pero, ¿quién demonios soy yo después de todo?
Hasta ese instante nunca me había parado ni un minuto a pensar sobre la muerte. Y tampoco mucho sobre mí mismo. Había acompañado hasta el cementerio a mis abuelos, y a algunos de mis tíos, pero ni siquiera en esos momentos que los pase hablando con conocidos que formaban parte del cortejo, se me cruzó por la cabeza la idea de que toda aquella parafernalia tuviera algo que ver conmigo. No es que la muerte fuese una realidad muy distante; sencillamente, no entraba en el horizonte de mi visión, no me decía nada.
Sé que estoy ya en la lista de quienes probablemente morirán en esta semana. Esta es la noticia que me dio ayer él medico; y me la anunció a bocajarro, sin ninguna preparación previa; quizá también porque él pasó un mal trago al hablar conmigo, y sufría al verme concluir tan joven mis días. Yo tenía la idea de que a los médicos estas cosas les traían sin cuidado. Me equivoqué; y le agradecí la claridad con la que me hablaba.
Me han concedido la esperanza máxima de vida de un mes y ese tiempo, aun para un hombre joven como yo, es muy breve. Los médicos hablan teniendo en cuenta los datos que les proporcionan los análisis que me hacen. Yo siento algo en mi cuerpo que me dice que esa esperanza es excesiva. Esto se acaba. He querido dormirme después de recibir la noticia y no lo he conseguido. ¿Qué es lo que se acaba?
Iba a desaparecer del planeta; sin más. Me gustase o no me gustase importaba poco. Hasta ese momento, y aparte de mi nacimiento, al que nunca quise dar mayor importancia por considerarlo un hecho sin más trascendencia, me hallaba frente a un acontecimiento de mi vida que yo no estaba en condiciones ni de controlar ni de decidir. El nacimiento me fue dado. Nunca se me ha ocurrido aceptar lo que he leído en algún escritor: "Que el nacer es el gran pecado del hombre". Está claro que el venir a este mundo se nos impone, y no nos queda otro remedio que aceptarlo. La muerte también se nos regala. Podría adelantar el momento y tratar de dominar mi propia muerte; pero eso no deja de ser una ilusión.
Ciertamente yo no tengo ningún programa de vida que incluya el morir, y mucho menos lo deseo. No me cabe en la cabeza la idea de desaparecer. Apenas unos días atrás paseaba por la universidad con un compañero de estudios, charlando sobre la posibilidad de que los científicos consiguieran hacer un día inmortal al hombre. Yo no me quedé muy convencido; "Nosotros conseguimos curar sanar, alejar la enfermedad, pero ¿cómo un ser mortal puede producir la inmortalidad?" "Manteniendo en vida lo que ya existe" -"Lo que ya está en vida tiende a corromperse, a desaparecer. Tendrías que crear otro género de vida". Mi amigo no respondió más. Yo tampoco insistí. Ahora tengo bien claro que yo no veré semejante "adelanto" en cualquier caso.
No quiero ni pretendo lamentarme; y a la vez. No consigo evitar que un cierto aire de tristeza me lance algún que otro mordisco y me llene de congoja el alma. ¿Por qué estoy- triste?.
¿Qué es en definitiva a la muerte? Yo siempre he considerado la vida como un simple estar aquí. Morir pensaba, vendría a ser como no haber nacido, y yo antes de nacer no me ponía triste. ¿Por que llenarme ahora de tristeza? Asumo mi derrota. He hecho esfuerzos inauditos para conseguir aniquilar las raíces de esa tristeza, de la preocupación de la muerte, pero no lo he conseguido.
Una serie de amigos han llamado para decirme que quieren venir a verme, quizá pensando en la pena que me embargaría en estos momentos. Reconozco que descubrí pronto que la compañía de otros seres humanos, quizá no me servia para mucho, visto que también ellos morirían, y que ninguno tenla una experiencia interesante que comunicarme, porque ninguno se había encontrado tan cerca de la muerte como estaba yo. Y además, nadie va a un hospital a ver a un amigo para hablarle de la muerte; Y a mí en estos momentos, es lo único que de verdad me interesa; para qué engañarme.
La muerte, de otra parte, ya se encargaba de hacerme compañía. Desde la cama del hospital he visto morir a otros tres compañeros de habitación, y llevo aquí apenas una semana. El primero era un hombre, como yo. El segundo un hombre mayor, padre de cinco hijos que solo entraron en la habitación para llevarse el cadáver, más por obligación que por respeto; el tercero, un hombre sobre los cuarenta que llegó solo. Estuvo siempre solo, se murió solo.
Un sacerdote vino a ver al joven; estuvieron charlando un rato. Cuando se marchó, me entró curiosidad por saber lo que un sacerdote tiene que decir en casos semejantes. El muchacho se limito a decirme -sus fuerzas no le permitían otra cosa- que se había confesado.
La presencia del cura me trajo a la memoria un compañero suyo con quien me había encontrado en el autobús una semana antes de que me descubriesen la leucemia. Por gastar una broma yo dije en voz ni alta ni baja, lo suficiente para que él lo oyera, una blasfemia. Se volvió y sin decir una palabra me lanzó una mirada fuerte envuelto en una sonrisa, que -lo reconozco- me llenó de vergüenza. Un poco como si me dijera: "¡De qué vas muchacho!''. "Has dicho algo que le ha podido ofender". Me señaló un compañero: "yo paso de todo esto". Le respondí todavía envuelto en la vergüenza.
Les he dicho a mis amigos que no vengan. En el fondo de mi alma prefiero estar solo. Mi padre no sé dónde está, y se enterará de mi muerte, si alguna vez llega hasta sus oídos, cuando ya no quede nada de mí. A mi madre le han prohibido venir porque ha entrado en una depresión profunda al recibir la noticia de que yo, su único hijo varón, la va a dejar sola en al tierra en el espacio de pocos días. Por un momento pensé que mi muerte podía ser un alivio para ella porque no le he ahorrado ningún disgusto. He sido cruel en mi pensamiento, y le he escrito unas letras diciéndole que la quiero mucho.
María ha venido a hacerme una visita. Por la cara que puso al cruzar el umbral de la habitación, me di cuenta de que hasta ese instante no era muy consciente de la gravedad de mi estado. No fue necesario que le explicase demasiadas cosas. Después de dejar bailar sus ojos un rato, cerró los párpados quizá para no aumentar la pena de ver al que algún día podría haber sido su marido, el padre de sus hijos, convertido en una piltrafa humana, un navío desarbolado ya casi desguazado, un bosque de cenizas.
Aprovecho para dejar escrito que no sé todavía si me enamoré de María por su inocencia, por ser de las primeras de la clase, o porque era capaz de hablar de literatura y sabía estar en su sitio o, sencillamente por ser guapa. En cualquier caso si comencé a prestarle más atención, porque otras compañeras y amigas que entendían el uso de la libertad de espíritu, de la inteligencia y del cuerpo de la misma forma que yo, ya no tenían nada más que decirme. Estar con ellas era como no salir nunca de mí mismo, y cualquier persona inteligente, pienso yo, acaba un poco harta de sí.
María se atrevió a poner en duda las razones de mi inteligencia, a considerar vacíos los valores de mi espíritu y a no compartir el uso que yo daba a mi cuerpo. Me paró los pies en seco. En ese instante estuve a punto de dejarla para siempre y de borrarla de mi memoria; me contuve porque su negativa y su firmeza me descubrieron una dimensión de la dignidad humana que yo hasta entonces desconocía.
Con María a mi lado se me pasa el pensar en mi próxima muerte y no sé si es que sueño que ella está aquí. o que mi nombre ocupe un puesto tan adelantado en la lista de espera
María me ha dicho muy pocas palabras, perdida ya quizá la esperanza de consolarme. Arregló las sábanas, comprobó si las medicinas estaban en orden, si conservaba todavía un libro -el título: "El Nuevo Testamento"- que me habla dejado al venirme al hospital. Se enrojeció cuando de broma le pregunté quién era su autor.
Hoy le agradecí de todo corazón que me hablase poco, yo estaba muy cansado y ella lo noto enseguida. Se sentó un rato en el sillón, acompañándome en silencio con sus pensamientos y algo que ella llamaba sus "rezos". Yo saboree la cercanía del silencio amoroso de la única persona que ha conseguido situarme ante la realidad de mi vida, obligarme a dudar del valor y del sentido de todo el mundo de artificio que me habla construido y en el que habla vivido inmerso hasta entonces, y tratar de buscar con otros ojos y en otros horizontes el verdadero significado de vivir. Quizá no llegue al final de mi búsqueda; conocí a María tres semanas antes de venirme aquí. No me quejo.
María me besó en la frente para despedirse, tratando de esconder su tristeza en un esbozo de sonrisa. Le devolví la mirada con cariño y me contuve. Nunca me había sabido amado de nadie de esa manera. Y la verdad es que tampoco descubrí por qué ella me quería. Se lo agradezco con toda el alma. Cuando abandonó la habitación lloré un buen rato, en una mezcla de desahogo, de paz, de añorada tranquilidad No recuerdo haberlo hecho nunca; quizá tampoco me había encontrado tan solo.
Ahora que se ha ido no me atrevo a mirar el panorama que dejo atrás, y tampoco me arriesgo a dirigir mi mirada hacia delante, también porque considero que no vale la pena cuando me quedan pocos días de vivir. Hasta este momento he huido de pensar en eso que mi abuela llama "más allá", y tampoco ahora quisiera verme sumergido en un horizonte semejante, pero algo más fuerte que mi voluntad parece quererse imponer mi espíritu.
Tengo la sensación de haber vivido demasiado artificialmente, como si en vez de la Tierra hubiese habitado en otro planeta. Quizá he tratado de construirme un mundo algo aparte, ficticio, entre canciones de "U2", "Guns and roses". Sinfonías de Brahms, alguna que otra cantinela "rock" para emparedar y textos sueltos de Unamuno. De Gide de Nietzsche, de Machado, de Guillén. de Cioran y de otros autores que entraban y salían de moda en el Instituto y en la Universidad según los profesores, y sin reglas demasiado precisas de valor intrínseco
No sé por qué, pero al pensar en María es como una invitación a recapacitar. Quizá hallan sido sus ojos los que me han hecho darme cuenta de haber enterrado casi todo mi vivir en libros y discos. Apenas si he tocado a seres vivientes, salvo el roce esporádico de los cuerpos que acabó convirtiéndose para mí en un lenguaje estéril y mudo. Para el hombre, el placer egoísta es una tumba como otra cualquiera. Lo descubrí cuando acaricié por vez primera, y de un modo diferente a como lo habla hecho hasta entonces con otras mujeres, la mejilla derecha de María; su mirada conmovió mi espíritu y fue sin deseo el turbarse de mi cuerpo.
Ahora son las siete y media de la tarde y comienza a oscurecer. Me doy cuenta de no haberme quedado nunca a solas con una realidad distinta de mí mismo. Es una sensación extraña la que me embarga, mientras pasa por mi memoria la figura de María que pone en orden las estanterías de la sala; la impresión de haber sido invitado a una fiesta, de haber entrado en el salón donde estaba todo preparado para celebrarla, y de haber buscado un rincón para no participar. Y ahora, alguien me arrancaba del sillón sin pedir previamente mi permiso, y yo me quedaba para siempre también sin rincón, sin sillón, sin fiesta.
No sé si la muerte me llama demasiado pronto. Los veintidós años se me han ido muy deprisa y casi sin sentirlos, lo reconozco. Apenas me he dado cuenta del vivir y no sólo por la brevedad, sino por no haber salido nunca de la cárcel que yo mismo me he construido, y que yo consideraba el gran espacio de mi libertad. Pensándolo bien, sólo me he preocupado de cosas que me afectaban a mí directamente, sólo he tenido en cuenta mis intereses, mi política, mi ciencia, mis caprichos, mis "hobbys".
Como tocado por la luz de un rayo, me encontré invadido del pensamiento -que hasta ahora siempre habla rechazado- de que hubiera sido mejor no haber nacido. En algún escritor moderno he leído esa consideración; hablaba del nacer como el único pecado del hombre. Reflexionando, me he convencido de que esa frase no era mas que una escapatoria; haber nacido no puede ser pecado, sencillamente porque no nos es achacable. Nuestro aparecer en la tierra debe tener otra explicación. En cualquier caso quejarme por haber nacido ¿qué aportaba ya a mi espíritu? ¿Qué interés tenía cuando estaba a punto de caer víctima de una leucemia aguda? Escribiendo estas líneas, reconozco que la luz del rayo me sirvió para comenzar a vislumbrar que en mi, escondido en algún rincón, y junto al amor a María había algo más allá de mi leucemia.
Antes de venirme al hospital he ordenado mis papeles; en realidad he roto casi todos; me ha parecido lo mas honesto; no quería transmitir una sensación de inautenticidad, dejar una imagen de mí que al releer lo escrito se me antojó falsa. Y lo era. una simple repetición impersonal de cosas oídas aquí y allá leídas en este libro y en el otro, que podían envolverse en un paquete, y guardarlo con la etiqueta de mi nombre o del de cualquier otro estudiante universitario de mi tiempo.
Hoy apenas he podido abrir los párpados. Durante todo el día me he sentido invadido por un cansancio en cada uno de mis huesos y de mis músculos; tuve la impresión de que mi espíritu se quedaba sin soporte tangible. Hasta he perdido la fuerza de enfadarme por las jeringas y las gomas que penetran en mi cuerpo, aquí y allá, y sirven para mantener en marcha la alimentación. Ya al atardecer recupere algo de vigor.
Mis energías han disminuido de forma notable los dos últimos días. Supongo que es una señal clara de que se acerca el final aunque nadie se atreva a ha hacer un pronóstico a plazo fijo. Vivo día a día; y como aun estoy sobre mi cama consciente, sigo pensando y descubriendo la realidad de un "mi mismo" bien diferente a la contemplada hasta este momento.
Cuando en la universidad me hablaban de enfermos en situación terminal como la mía, yo alzaba la voz para decir que no había derecho a mantener seres humanos en esas condiciones de vida. Me sonaba casi a hipocresía llamar vivir a mantener a un ser humano sufriendo de esa manera. Tumbado en la cama de este hospital, abandonado con confianza en las manos de unas enfermeras que se esmeraban -vaya dicho con profundo agradecimiento- en cuidarme y hacerme la vida agradable. descubro que también el sufrir es parte de la vida, y me veo todavía respirando, pensando, amando.
Hoy incluso, he alzado la voz para amenazar con denunciar a un medico que me ha sugerido reducir el plazo de vida a mi disposición -y que él piensa será de una a dos semanas-. ingiriendo alguna nueva medicina. Para irme sedando vitalmente poco a poco, y para hacerme además más llevaderos los pocos días que me quedarían. Le he dicho, sencillamente, que no tengo miedo a la muerte, y que si se me ha concedido ya experimentar todo esto, él no era nadie para impedirme meterme de lleno en el dolor y en el sufrimiento, en el caminar ya cansado de acercamiento paulatino a la muerte.
-La muerte que me ha correspondido será toda para mí; le dije enfadado.
Mi madre me ha llamado por teléfono para quejarse de lo mal que se encontraba con su depresión. Apenas me hablo de otra cosa, y al final antes de colgar el teléfono, me recomendó que no dejara de cuidarme, de tomar las medicinas que me recetaban los médicos, que tuviera paciencia, y que perdonara si no pudo venir a acompañarme. No me animé a preguntarle por mis dos hermanas, también para evitar que me dijera que no les preocupaba lo mas mínimo lo que me pudiera ocurrir.
Me da una cierta pena, pero comprendo que no tengo ningún motivo para quejarme. Yo nunca me he ocupado mucho de ellas, y el alejamiento que yo mismo he creado, veo que se ha convertido en un abismo casi infranqueable.
María no vendrá hoy. Le han colocado un examen a media tarde y no podrá terminar antes de las ocho. No le será posible acercarse hasta aquí. No tengo otra perspectiva que pasar sin compañía la jornada entera; y reconozco que el pensar en las horas que faltan para la noche me deja algo desorientado.
Me he quedado solo en la habitación pues el otro enfermo a regresado a casa. La soledad hace más viva en mi espíritu la presencia de María. Reconozco que la estoy echando mucho de menos y me encuentro como si no supiera qué hacer cuando ella falta.
La última vez que la vi. tuve la debilidad de tratar de compartir con ella una experiencia nueva en mi vida: La angustia. La noche anterior, cerca de las tres, me había despertado de sobresalto. Un temor a un peligro desconocido comenzó a invadir mi espíritu como si la muerte estuviese ya a punto de apoderarse de mí. No tenía ningún asidero para impedir ser aniquilado, y no me encontraba con fuerzas para asistir como espectador a semejante espectáculo. Gritar no serviría de nada aparte de llamar la atención, despertar al enfermo de la otra cama, y poner en alarma a toda la zona. Trate de concentrarme y solo conseguí llorar. Así estuve un rato, y desde entonces apenas concilié el sueño hasta la madrugada.
Cuando le conté estos detalles, María debió descubrir que me avergonzaba un poco él haber llorado, y quizá para consolarme añadió enseguida en voz baja y como hablando consigo misma: “También lloró Jesucristo”. E inmediatamente pasó a otra cosa sin darle más importancia.
Desde entonces estoy deseando que regrese para que me explique el sentido de esa frase. Yo de Jesucristo no he oído hablar apenas en mi vida, y no consigo encontrar un lugar para situarlo dentro de mi horizonte intelectual. No recuerdo haber parado mi atención en ninguna iglesia salvo en sus facetas artísticas, y en alguna ocasión cuando he oído hablar de algún primo conocido que se bautizaba me he quedado con la impresión de no estar siquiera bautizado. Le preguntaré a mi madre la próxima vez que hablemos.
A media tarde y sin previo aviso, ha llegado un compañero de la universidad. Se paró en el umbral de la sala y, por la cara que puso, tuve la impresión que, apenas me vio se debió llevar un buen susto. Ya no soy el mismo, sin duda alguna. Sin pelo, con al menos quince kilos de menos, mi rostro puede ser desagradable para cualquiera, y verme debe dar un poco de lástima. Lo siento pero no puedo ofrecer otra cosa.
Estuvo a punto de marcharse sin ni siquiera entrar en la habitación; al fin se decidió, y me adelantó que apenas podría quedarse conmigo unos minutos. Al ver el "Nuevo Testamento" casi me echó una bronca:
-“¿Tu también?, Como los "viejos" que al final de la vida se hacen todos beatos, ¿ya se te ha olvidado la frase de Nietzsche: La filosofía, la religión y la moral son síntomas de decadencia?”
Reconozco que en aquel momento Nietzsche y cualquier otro filósofo me traían completamente sin cuidado. Quizá unos días atrás no le hubiera dado ninguna importancia a la frase, la hubiera tomado a broma, y la hubiera dejado perderse en el río de frases estúpidas, inútiles, que pululan por este mundo. El “Nuevo Testamento” sin embargo era un regalo de María, y así se lo dije un poco enfadado:
-"Cállate, por favor, que es un regalo de María; déjalo donde está y no vengas con idioteces. Además, yo leo lo que me da la gana, y nunca se me ha ocurrido pedirte autorización a ti ni a nadie para leer ni para nada. ¿No te querrás convertir en un pequeño inquisidor de barrio?"
Mi compañero prefirió desviar la atención, como quien lanza un comentario jocoso me soltó: "¿María? Lástima que te haya cogido ya enfermo y no hayas tenido tiempo de..."
No le di tiempo a terminar la frase. La mirada que le clavé estaba tan llena de rabia y de desprecio que tembló. Él me conocía desde años atrás y sabia que cuando quería era capaz de ser violento y duro y no me echaba nunca atrás. Ya no podía usar mis fuerzas físicas. Traté de hacerlo para darle una torta y enseguida me di cuenta de mi imposibilidad, pero el vigor del espíritu estaba latente. Y se marchó sin decir una palabra.
Sentí repugnancia y dolor profundos, mezclado con algo de pena y de vergüenza. Por las sospechas sobre María. Y por vez primera fui consciente de mi indignidad si hubiera pretendido hacer con ella lo mismo que con las otras. No le contaré nada, para no hacerla sufrir.
Algo nervioso, tomé el "Nuevo Testamento", y lo abrí al azar. Fije mis ojos en la siguiente frase: "Nadie hecha vino nuevo en odres viejos. De lo contrario, el vino rompe los odres y se pierde el vino y los odres. El vino nuevo se hecha más bien en odres nuevos".
No comprendí muy bien el sentido de las palabras. Si tuve la sensación de que mis odres viejos se estaban resquebrajando, y que mi espíritu no había saboreado todavía el vino nuevo.
La noche pasada me desperté muy pronto, y no porque hubiera mantenido en tensión las pocas fuerzas vitales que me quedan, en la esperanza de recibir a la muerte de forma decorosa y digna. Me parece que ya no dispongo de las energías necesarias para dictar condiciones a la muerte. Ella tiene más experiencia en estos trances y, mal que me pese, no tengo más remedio que dejarla hacer.
A las cuatro y media de la madrugada entraron en la habitación tres enfermeras acompañando a un hombre de unos setenta años en estado algo más que lastimoso; arrastraba los pies con dificultad, demacrado, y con la respiración tan entrecortada que hasta yo me di cuenta de que podía quedarse en cualquier momento. No hice otra cosa que acompañarle con la mirada.
Al pasar delante de mi cama el hombre volvió su rostro hacia mí; me sonrió como pidiéndome perdón por haberme venido a molestar en esos momentos. Yo ya llevaba tres semanas en el hospital, y era el primer enfermo en sus condiciones que se presentaba con una sonrisa. Después de acomodarlo, y dejándolo bajo la mirada protectora de una mujer algo mayor que él, se apagaron las luces de la habitación.
Intenté dormir, y me encontré paseando con la imaginación por París, Londres, Lisboa, Amsterdam, Roma, capitales visitadas en los últimos años. Había programado hacer más viajes y conocer más rincones de este nuestro mundo. A base de algunos ahorros y de trabajos extra no me sería difícil conseguir el dinero que necesitaba. Los programas se han quedado en sueño; y lo cierto es que, ahora, encerrado en este hospital no los hecho en falta, ni añoro su perdida.
¡Que impresión tan vaga, etérea, ligera, acumulan estos recuerdos cuando se sabe estar a cuatro o cinco días del morir! Lo que un día fue una maravilla, está ya casi borrado de la memoria; lo que un instante me hizo glorioso en mi grupo de la universidad -fui el primero de ellos que pescó por la “rive gauche” del Sena- se me presentaba hoy envuelto en un aire provincial que casi me enrojece.
Si acaso, se salvan en mi recuerdo los conciertos de música de Amsterdam, y el encanto del Colosseo romano. Y tengo ahora pena de mí mismo por el gesto ridículo y "snob" -yo que siempre habla despreciado esa actitud- de no haber ido a la plaza de San Pedro, durante mi estancia en Roma. Con unos amigos, forme hace tiempo un grupo para discutir los problemas de la actualidad; uno de los compromisos del programa era el de no tratar ningún asunto que tuviera relación ni con la religión, ni con la Iglesia, ni con los papas; al llegar a Roma me acorde de la cláusula y me entró el prurito de aplicarlo a rajatabla. Hice el ridículo, y no pase ni con la mirada la frontera del Vaticano.
A primera hora de la mañana mi vecino y la mujer que le acompañaba continuaban dormidos; llegaron los médicos, y le vieron tan exhausto, que decidieron dejarle descansar.
-"Cualquier cosa que le hagamos es inútil", comentaron, "no hay solución''.
Aprovechando su dormir, me fijé un poco más en ellos. Sin duda, provenían de algún ambiente rural, aunque las facciones especialmente del hombre, eran cuidadas; sobre la mesilla de noche habían puesto dos imágenes: de un crucificado, una, y la otra de una mujer que no supe decirme quién era. Entre las manos, el hombre tenía una especie de collar de cuentas negras. No descubrí nada más.
María llegó pronto, y con una sonrisa que quería ocultar un cierto desagrado me comunicó que le habían suspendido. A mí me dio pena, porque me constaba que era el primer suspenso de su carrera y, sin la menor duda, el bajo rendimiento ha sido motivado por la atención que me está prestando durante todos estos días. Preferí no seguir hablando del tema.
Hemos tenido que conversar en voz baja para no despertar a mis vecinos. Le recité la frase sobre el vino nuevo y los odres viejos, y sonrió. Le aclaré que no había encontrado el pasaje con el llanto de Cristo y ella, sin dudar más de un minuto, me mostró el párrafo, aclarándome que se refería a los momentos anteriores a la resurrección de Lázaro: “Al verla Jesús llorar, y que lloraban también los judíos que la acompañaban, se estremeció en su interior, se conmovió y dijo: ¿Dónde le habéis puesto?. Le contestaron: Señor, ven y lo verás. Y Jesús lloró. Decían los judíos: ¡Mirad coma le amaba!”
Sentí que mi curiosidad me removió; quizá porque hasta entonces nunca había visto llorar a ningún hombre. Y no pensaba que se podía echar tan en falta a un amigo.
-"¿Quién es Jesús?", Pregunté a María.
Dudó un momento, antes de darme la respuesta, y con toda naturalidad me respondió:
-"Es el Hijo de Dios, hecho hombre".
No dije palabra. Recibí en silencio la información, y no sé a qué neuronas de mi cerebro fueron a parar, que enseguida se abrió el rincón donde estaban guardadas otras palabras que hacían alusión también a Dios. Eran de Camús. "Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder".
Yo ya empezaba a no estar demasiado convencido de que hubiera muerto Dios, vista la amistad que María parecía tener con Él. En cambio, si puedo afirmar que ni la historia ni el poder me dicen nada en estos momentos, y que las lágrimas de Jesús, de quién María afirmaba ser Hijo de Dios hecho hombre, parecían guardar algún misterio escondido interesante para mí.
A punto ya de concluir la primera parte del diálogo con María, mi cansancio no me permitía más tiempo de conversación, y apareció mi madre con una amiga. Quizás se acordó del instante en que me dio a luz, se sobrepuso de su depresión, y vino a verme consciente de que me iba a perder para siempre.
Le presenté a María a quién todavía no conocía, y le pregunté sobre mi bautismo. Mi madre me ha confirmado en mi sospecha de no estar bautizado:
-“Ya sabes cómo pensamos papá y yo sobre estos asuntos”, me dijo.
Poco después y quizás algo consolada de ver a su hijo todavía vivo, me hizo una señal con la mano desde la puerta, y se fue.
Y quizá por haber parado la atención antes en el Colosseo me vino a la imaginación otro rincón de Roma lleno de encanto; el Oratorio Constantiniano, situado dentro del conjunto de la basílica-fortaleza de los Santi Quattro Coronati, a pocos cientos de metros del anfiteatro romano. En las pinturas, con cerca ya de mil años de historia, se narra el bautismo de Constantino y su entrada en Roma. Una de las escenas recoge al emperador sumergido en ríos de agua que le curan la lepra, imagen del pecado como decía el folleto que lo explicaba. Yo mire mis manos sin darme cuenta de la penumbra que envolvía la habitación. Realmente mi piel daba toda la impresión de estar blanca.
Al marcharse, María me informó que mi vecino era un sacerdote. Había encontrado ocasión de intercambiar unas palabras con la mujer que le acompañaba, la hermana, y de descubrir que la enfermedad era cáncer de estómago en estado muy avanzado. María se despidió con una caricia de sus labios sobre mi frente. El aliento de vida que me insufló me acompañó el resto del día.
No vino a verme ningún otro amigo de la universidad.
Esta noche tardé en dormirme. Mi cabeza se vio invadida por el recuerdo de lván Illich, y de los debates de su espíritu para librarse del pensamiento de la muerte. Al lado de mi cabeza, mi espíritu estaba repleto de una gran paz, como si no tuviese ya ansia de nuevas emociones, ni de lanzarse a la aventura de descubrir horizontes todavía inexplorados. Se avecinaba el fin definitivamente; y continúo preguntándome; el fin ¿de qué?
Le di las gracias a la primera enfermera que se presento en la habitación. Una mujer en la segunda juventud que alternaba momentos de gran desapego hacia los enfermos con una mirada de ternura honda, como si quisiera librarnos a cada uno de nuestras miserias y dolencias, y a la vez desease evitar cargar su espíritu con el peso de todas; fardo imposible de llevar. Hasta ese instante nunca le habla agradecido nada. Ella sonrió, y cumplió su misión con más cariño que nunca.
Miré de reojo al sacerdote. Ya estaba despierto. Me pareció ver en su rostro cansado y casi esquelético. La expresión serena de la cara de María cuando rezaba. Era la primera vez en mi vida que me hallaba a solas con un cura.
Tampoco de Dios yo sabia mucho. Me sonaba lo del "Padre, Hijo y Espíritu Santo" y algo sobre la muerte y resurrección de Jesucristo. Y poco más.
Hoy es el tercer día que este hombre y yo nos hacemos mutuamente compañía en silencio. Él no ha podido hablar hasta ahora, y también con su hermana se entiende por señas. Ayer noche los médicos decidieron liberarlo de todos los cuidados, y dejar que la enfermedad siga su curso ya breve, hasta el final. En cuanto sea posible conversaré con él sobre eso de "la vida eterna".
Hace tres semanas no le hubiera hecho el más mínimo caso, ni me hubiera preocupado de él, ni me hubiera ni siquiera planteado ese problema. Para mí, entonces, la muerte era el final, y ahí se concluía todo. La perspectiva de futuro estaba abierta por los cuatro costados; nada me impedía continuar investigando en la aventura de vivir, y seguir acumulando "experiencias" hasta ver dónde llegaba. Quizá en algún momento conseguiría situarme ante mí mismo y darme mi propia realidad; si es que "yo mismo" significaba algo, y "mi propia realidad" era algo más que tres palabras.
Reconozco que no me había parado a pensar en el gran sinsentido de una inteligencia y un corazón, que pueden abrirse a lo ilimitado, que están hurgando sin ni siquiera descanso para encontrar algo que llaman "verdad", sin ni siguiera saber qué es lo que en realidad buscan, pero que, en cualquier caso, son conscientes de que el objeto de su búsqueda es algo más que una palabra. El gran sin sentido, digo, que esa inteligencia y ese corazón pueden acabar como un gusano cualquiera.
Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que tenía tan asumido ese final de partida y desarrollaba tan poco sentido crítico en mi cabeza, que aceptaba sin más la conclusión de que todo en el hombre, el hombre mismo, se acaba con el morir. Admitía no ser más que "un ser sin huellas" como una sombra de nadie antes de nacer, y ya ni sombra después de morir.
En las tres últimas semanas acontecimientos importantes se han sucedido en mi vida y le han dado un giro en dirección contraria a la que había llevado hasta entonces. Un auténtico vuelco. Me he enamorado de María, y esto, ciertamente, me rompió.
Se desveló dentro de mí una fuerza con la que nunca había contado. Habla leído un montón de cosas acerca del amor como una mentira, un engaño, un puro egoísmo; y me las había tragado sin rechistar. En esa lógica apenas enterada de mi próxima muerte, María tendría que haberme abandonado, porque ya no le servía para nada. Y no fue así; su amor está vivo bien cerca de mí, dentro de mí.
Me diagnosticaron esta leucemia cuatro días después de descubrir que estaba enamorado; me ingresaron a renglón seguido, sin darme siquiera tiempo para arreglar papeles y dejar en orden mi habitación; en poco más de una semana he visto morir a mi lado a siete personas, de distintas edades y condiciones, yo que nunca hasta estos días había tenido nada que ver con la muerte. Y, la verdad, me considero todavía lo suficiente inteligente como para obligarme a pensar un poco, y tratar de sacar alguna luz de sucesos semejantes.
A media mañana -María vendrá hoy al atardecer- he tenido la oportunidad de charlar un rato con mi compañero de habitación. Mi curiosidad ha ido creciendo a lo largo del día, lo reconozco. Fui yo quien decidió comenzar:
-"Usted y yo vamos a morir pronto, le dije, ¿espera encontrarse algo más allá?".
Se tomó unos segundos para responder:
-"Yo sé que Alguien me espera, y no un desconocido. Ya lo he encontrado tantas veces de este lado, en este ''más acá".
-"¿Lo sabe o lo cree?".
-“Lo creo y lo sé a la vez. Sólo tengo una cabeza capaz de creer y de saber”.
-"Yo no lo creo, y tampoco lo sé. Mi cabeza me dice que esto se acaba", respondí.
-"¿Cómo se le ocurre a tu cabeza decirte eso, si nunca ha muerto; no será más bien, hijo mío tu imaginación la que te susurra esas cosas?".
Pronunció las palabras muy lentamente, y se paró un instante antes de decir: "hijo mío". Me dio la sensación de que se le escapó y de que a la vez, le surgía del fondo del alma.
-"¡No!, contesté sin reflexionar más; es mi inteligencia la que me afirma que no tiene sentido seguir viviendo “más allá’"
-"Tampoco tendría entonces sentido el simple hecho de estar aquí", casi susurró el anciano, pausadamente; y añadió:
-"¿Se te ha ocurrido alguna vez preguntar el porqué buscas un sentido a la vida? Si no lo tiene la muerte, que es el final del vivir aquí, tampoco lo tendrá el resto".
Se hizo un silencio de apenas un minuto, que a mí se me hizo muy largo. No me atreví a hablar en espera de que alguna otra palabra saliera de la boca del anciano sacerdote.
-"¿No será, hijo mío, que hay algo dentro de ti que clama por ..?".
No consiguió terminar. Me incorporé por si necesitaba algo, y sólo alcancé a mirarle a los ojos antes de que los cerrara en una mueca de dolor que le cruzó el rostro. Se contuvo, consiguió sobreponerse, y comenzó a rezar en voz baja un Padrenuestro. Murió sonriendo.
Toqué el timbre para avisar a la enfermera; y me sobrecogí. Me lo imaginé ya delante de ese "Alguien", su amigo. Y me convencí de que aquel hombre "sabia y creía". ¿Cómo? No lo sé. Sí admito que le tuve una cierta envidia. Y deseé para mí el "saber y creer" que él guardaba en su corazón. Se me hizo un nudo en la garganta y, aunque me esforcé en no hacerlo, le lloré.
La muerte del sacerdote me dejó triste. Y vivió mi tristeza solo porque María no llegó tampoco al atardecer.
Le di vueltas al diálogo apenas comenzado con ese hombre que guardaba en su alma, imaginaba yo, tantas cosas que podría haberme comunicado. Es cierto que, hasta ese instante, nunca me había parado a escudriñar dónde estaban las raíces de mi preocupación sobre el sentido de vivir. Vivía, y me bastaba.
¿Por qué me había llamado “hijo” a mí?. La palabra me sabia a una cierta novedad; no la había oído nunca en los labios de mi padre, y muy pocas veces en los de mi madre. El calor con que las habla dicho el sacerdote me sorprendió; me dio la impresión de que me conocía de toda la vida, y que no se dirigía a mí como a un extraño a quien acababa de encontrar.
Previendo quizá que me sería muy difícil dormir después de todo aquello, la enfermera me debió dar una dosis suficiente de tranquilizantes para tenerme sedado y dormido, porque no me desperté hasta las nueve de la mañana.
Volví a estar a solas conmigo mismo en la habitación. Mi cuerpo estaba ya preparado para morir; mi espíritu, que no parecía hacer mucho caso de las condiciones de mi cuerpo, despertó de nuevo, y como si no hubiera pasado la noche, forzaba a mi cabeza a continuar dando vueltas a las últimas palabras del sacerdote: "sabia y creía"; "hijo mío". Recordando su deseo de encontrarse con aquel "Alguien" que lo esperaba y con quien ya había compartido su vivir aquí en la tierra, me vi. todavía más solo, con una soledad que me asustó.
Yo nunca había anhelado encontrarme con nadie, nunca había echado en falta a nadie; si acaso, me había ocupado de lo que necesitaba yo, de lo que me venía bien a mí. Yo me he bastado siempre a mí mismo. Había estudiado, había comido, había viajado, habla estado con esta chica y con la otra, había discutido sobre los más variados asuntos... nunca me había parado ante el espejo de mí mismo, y me habla preguntado: ¿quién soy yo? ¿Quién hay de detrás de ese nombre, Juan Andrade García, escrito en mis documentos? ¿ A quién he servido para algo en este mundo?.
María ha llegado a las diez y media de la mañana. Echó en falta al sacerdote, y sintió de veras su muerte; le había tomado cariño. Me preguntó si había tenido ocasión de conversar con él; y le conté las pocas frases que habíamos cruzado.
Me peinó, me afeitó y se negó a dejarme un espejo para que me viera el rostro. No lo había hecho desde que llegué al hospital, y suponía que debía estar algo cambiado. Quizá para compensar, corrió las cortinas y dejó entrar en la habitación la dulce luz de una mañana que anunciaba ya el verano. El calendario señala hoy el día 15 de junio de 1994.
Al poco rato, y no sé si por propia iniciativa o por sugerencia de los médicos, María me dijo con toda claridad que salvo un milagro, aquel podía ser mi último día en la tierra, y mi fin podría sobrevenirme en cualquier momento. Aún habiéndome dicho a mí mismo que estaba preparado para recibir ese anuncio, la noticia me cogió desprevenido y me produjo un cierto temblor.
Convencido de que el milagro -¿qué sentido tiene para mí un "milagro?”¿, ¿Qué es eso?- no se produciría, se me hizo un nudo en la garganta que me impidió hablar durante un rato. Y me hallé sumergido en una gran tristeza.
La tristeza se unió a la soledad en la que me habían introducido los pensamientos anteriores, e hizo crecer en mi espíritu una profunda sensación de no haber hecho nada en la vida, de no haber sido útil para nada ni para nadie. De haber perdido, malgastado miserablemente el tiempo. Y otra vez me invadió la memoria de Iván Illich y su morir repitiendo: "Se acabó la muerte" -se dijo- "La muerte no existe". Junto al rostro desencajado de Iván, yo veía la sonrisa del sacerdote rezando un Padrenuestro en espera de pasar la muerte y abrazar a "Alguien" que parecía tenderle ya los brazos. María respetó mi silencio. Y así permanecimos callados un tiempo.
Al cabo de un rato. le dije: "Léeme, por favor, algo de tu libro"; lo abrió y leyó: "Entones Felipe. tomando la palabra y comenzando por este texto de la escritura, le evangelizó a Jesús. Siguiendo su camino, llegaron a un paraje en que había agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua ¿qué impedimento hay para que yo sea bautizado?".
A las once y media se presentó de nuevo mi madre con su amiga. Me dio mucha pena verla; por primera vez en mi vida comprendí que yo también significaba algo para ella. Nunca me había preocupado de si yo le interesaba más o menos, y tampoco nunca le habla manifestado el más mínimo afecto. Titubeó un buen rato en el umbral de la habitación y al fin dio unos pasos hacia mi que le debieron costar un mundo. Se sobrepuso a su nerviosismo llegó hasta su hijo, me dio un beso -ya no recordaba cuantos años habían pasado desde la última vez que hizo lo mismo- y se marchó. Me quedé con la conciencia de haberla tratado con crueldad. Y casi lloré.
Apenas comí. Me encontraba aturdido y desorientado. La muerte está aquí y no vale la pena hacer malabarismos con la imaginación para pretender negarla. No sabia qué hacer, y sólo se me ocurrió decirle a María que rezase conmigo un Padrenuestro; era una de tantas experiencias que no habla saboreado en mis veintidós años.
"Padre nuestro... perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...". Yo nunca había pedido perdón a nadie; jamás se me había pasado por la cabeza semejante cosa. Quizá nunca había amado a nadie para darme cuenta de que le podía hacer mal. Miré a María, y me entraron unas ganas enormes de comenzar con ella lo que podría ser una nueva experiencia en mi vida, y pedirle perdón.
No me atreví; me sobrevino enseguida un sentimiento de vergüenza todavía mayor, y me contuve. Y tampoco había perdonado a nadie. A cualquiera que me había hecho, o intentado hacerme, una faena, lo había aparcado allá en un pliegue de mi espíritu y cancelado de mi vida, sin dirigirle ya nunca más la palabra.
***
Aquí terminan los papeles manuscritos. Juan Andrade García falleció el 16 de Junio de 1994, veinticuatro minutos después del mediodía. Aquella mañana ya no añadió ninguna línea; y fue María quien escuetamente escribió días después el final.
“Llegué al hospital a las ocho y media. Juan estaba despierto, con los ojos muy abiertos. Toda su alma se asomaba en las pupilas. Me hizo una seña, y al oído me rogó que le explicase algo de Jesús, "como al eunuco". Le resumí en pocas palabras la vida de Cristo, desde Belén al Calvario, a la Resurrección y Ascensión al Cielo Le dejé un rato en silencio, y a otro gesto suyo me acerqué a él. Esta vez. señaló un vaso de agua en la mesilla de noche y dijo: "¿Puedo yo recibir el bautismo?".
Me puse muy nerviosa; era la primera vez en mi vida que me encontraba en una situación semejante. Comenzó a respirar mal. Vino la enfermera y me avisó que se estaba yendo. Tome el vaso y derramé agua sobre su cabeza, mientras decía: "Juan, yo te bautizo...". Y, plácidamente, murió”.